lunes, 9 de agosto de 2010

Baja California 140


Reviso el expediente de Emilio y, entre las últimas páginas, encuentro los dibujos que hizo la primera sesión. Una persona, una casa y un árbol. Los trazos y lo que pueda interpretar de ellos siguen siendo irrelevantes, así como lo fueron la primera vez que lo vi, hace más de un año. Son los dibujos de cualquier niño de seis años, con un coeficiente superior a la media. No se nota ninguna perturbación significativa y no se detecta un problema serio. Hojeo mis anotaciones sobre él, como si fuera a encontrar algo, algún detalle que se me haya escapado. Nada.
La primera vez que le sugerí a Emilio cantar, en lugar de golpearse contra la pared o pelearse con sus compañeros de clase, pensé que no funcionaría. Me hizo caso y las peleas disminuyeron, sin embargo los golpes y las heridas provocadas con objetos filosos continuaron.
En la primera cita su madre trataba de sonreír al explicarme lo que le sucedía a su hijo, como si sintiera que tuviera que quedar bien conmigo. “Se enoja y se pega contra la pared, o trata de estrangularse con sus propias manos” decía sin poder ocultar los nervios que le provocaban la desesperación. Escuché a la mujer sin gesticular expresión alguna. Me mostré atento, mientras medía el riesgo de aceptar a su hijo como paciente. Los exámenes psiquiátricos no señalaban ninguna anormalidad biológica y coincidían en que, por el momento, no había opciones adecuadas para medicarlo.

Guardo el expediente en el cajón para salir de mi consultorio. Quiero ir a la calle, distraerme, alejarme de mí mismo. Recuerdo críticas de varios colegas sobre los terapeutas que salen y dejan verse en bares, sin cuidar su reputación. Yo jamás me he encontrado en una situación incómoda con algún paciente o colega. Desde hace años tengo una tendencia a beber demasiado y lo sé. Sé lo mal que me encuentro en mi vida privada y el desorden emocional dentro de mí, pero también soy consciente de que no repercute en mi trabajo... Soy bueno, carajo, demasiado bueno, pero...

A la tercera sesión logré que Emilio saliera de su ensimismamiento, que jugara, e incluso sonrió un par de veces.

Entro al bar y veo rostros. Aquel lugar está repleto de personas con un mundo en sus cabezas, historias, nexos con otros individuos y actividades que tal vez nunca podría siquiera imaginarme.
Después de tres cervezas converso con un chico de provincia que trabaja en la cocina de algún restaurante de la zona. Necesito compañía, distraerme por unas cuantas horas, hasta quedar exhausto. Veo que el chico de provincia sonríe con mi conversación y su sonrisa me conforta.

A partir de la séptima sesión, los papás de Emilio reportaban que había dejado de golpearse y no presentaba heridas que se hubiese propiciado. Ya no se jalaba el cabello ni la piel y casi ya no se introducía objetos a los oídos o a la nariz, cuando algo lo incomodaba. Unos días antes de esa sesión celebró su cumpleaños y convivió de manera más abierta con otros niños. Un verdadero logro en tan poco tiempo.

El chico de provincia acepta la cerveza que le invito. Me mira, esperando otro comentario de mi parte que lo haga reír, pero en lugar de eso le pregunto sobre su trabajo. Responde, y yo, sin inmutarme, lo escucho con atención. Me gustan sus ojos y quisiera decírselo, invitarlo a un lugar donde pudiéramos conversar sentados, sin ruido o tanta gente, y habláramos de cualquier cosa. Estoy a punto de invitarlo a cenar, cuando un hombre rubio y algo regordete nos interrumpe. Me saluda con demasiado entusiasmo y habla sin detenerse. Es evidente que nos conocemos y yo no logro recordar su nombre o de dónde lo conozco. El chico de provincia ahora sonríe cuando el hombre rubio habla. Por un momento se detiene para señalarnos a un adolescente de unos dieciocho años en el que está interesado. Siento alivio al ver que se marcha para tratar de hablarle al adolescente. Trato de reanudar la conversación con el chico de provincia, sin embargo lo noto distraído. Le propongo que salgamos a cenar, pero antes de que pueda responder el hombre rubio interrumpe de nuevo. Ha vuelto acompañado del adolescente y ahora, de alguna manera, los cuatro estamos envueltos en una conversación. Pido una sexta cerveza. Son las cuatro de la mañana y se han acabado los comentarios graciosos. El hombre rubio habla con confianza durante un largo rato y minutos después de nuevo me quedo solo en el bar.

En la sesión número quince, Emilio llegó vistiendo una armadura de plástico. Su mamá lo había llevado a ver la película “Eragón”, y de inmediato se obsesionó con el protagonista. En esa sesión jugó con más vigor, sin letargo y descuidado, como un niño promedio. Emilio aseguraba que él era Eragón y yo el dragón que apenas aprendía a lanzar sus llamas.
En las siguientes sesiones, mencionó en repetidas ocasiones que las llamas del dragón apenas podían quemar a los soldados, repetía que el héroe debía cumplir una misión, así como de las obligaciones que todos tenemos que hacer en la vida. Supuse que esto se lo había dicho la madre y me pareció una magnifica idea. Emilio tenía esa inteligencia que le permitía comprender ideas como ésas, pero que al mismo tiempo eran parte del problema. No era un caso sencillo, lo supe desde un inicio y eso fue lo que provocó que yo lo hiciera demasiado personal. Pero si no lo tomaba así, de no haberme sumergido por completo a la conflictiva, no hubiera progresado de manera tan efectiva y rápida.

Prenden las luces del bar. Los pocos que quedan se ven con extrañeza ante la iluminación traidora. Algunos con deseo, otros con esperanza de salvar la noche en un encuentro. Yo miro a mi alrededor y me siento decaído.
Al salir, subo a un taxi y el chofer me pregunta hacia dónde nos dirigimos. No sé qué responder y digo que voy cerca de ahí, siguiendo de largo en la avenida. No pregunta más y algunos minutos después le pido que me deje enfrente de un edificio de fachada roja y puerta negra.
Bajo de mi balsa para entrar al infierno.
Entro, subo unas escaleras y me paro frente a un recibidor demasiado iluminado. Una persona me exige un pago para permitirme entrar, luego de recibir el dinero me pregunta si voy a dejar algo en el casillero. Muevo la cabeza con timidez. Un timbre anuncia que debo empujar la puerta para entrar. Dudo por un par se segundos.
Una vez dentro, la iluminación es débil, apenas embarra las paredes corroídas. El lugar hiede a cloaca y un silencio abrumador permite que se escuche la madera crujir en cada paso de las personas que se encuentran ahí.
Al fondo del primer piso se pueden ver dos pasillos que llevan a habitaciones oscuras sin puertas. En el extremo contrario hay unas escaleras, las del lado izquierdo van para arriba y las del lado derecho van al sótano. Hay dos sujetos sentados en sillones de piel, parecen agotados, tristes. Cuando se levantan su movimiento me hace imaginar que el cuerpo les pesa, deambulan sin rumbo como si se tratara de ánimas perdidas. Atravieso sus intenciones o cualquier intento de acercarse, no existen para mí. Tomo las escaleras hacia el sótano y entre más baje hay todavía menos luz. Escucho las respiraciones, los hombres están recargados en los barandales y varias manos me tocan mientras avanzo, algunas con brusquedad otras con más timidez. Una olla repleta de almas donde la carne no distingue límites. Mis ojos se acostumbran a la oscuridad. Distingo figuras sin rostros, sólo extremidades que se funden entre sonidos de un placer que muestra dolor.
Un joven me obstruye el paso. Quiero continuar caminando, llegar hasta el fondo, pero él me lo impide. Se obstina conmigo, su insistencia es embriagadora y me abruma. Es un goce colmado de culpa. Él abre mi pantalón y yo cierro los ojos. No puedo resistirme. No quiero. Se arrodilla. Me sujeta de la espalda. Otras manos me tocan el pecho y el vientre. Algo en mí me dice que debo evitar aquello pero dejo que continúe, cada vez con un mayor ímpetu, hasta que siento que el disfrute culmina y emito un suspiro corto acompañado de mi respiración agitada. El joven se pone de pie, me abraza y con la punta de sus dedos da un masaje en mi espalda. Aquel contacto me provoca calma. Siento que hubieran sido años en los que no he tocado a nadie y me percibo ridículo por enternecerme con ese contacto. Pero esa sensación es una pequeña prueba de un paraíso que jamás tendré. Tranquilidad en medio del averno.
Le digo al joven que debo irme y se desilusiona un poco, sin embargo respeta las reglas intrínsecas de aquel sitio, como la de no hablar más de lo necesario y respetar la distancia. Subo otras escaleras y veo más gente, un lugar repleto de personas con un mundo en sus cabezas, historias, nexos con otros individuos y actividades que tal vez nunca podría siquiera imaginarme. Hallo la puerta principal y pido que me abran, pero el hombre del recibidor atiende una llamada telefónica. Sólo tiene que tocar el timbre para que yo pueda salir de ahí. Pare él no es ninguna urgencia, cuando yo salga, él seguirá aquí, así como perduraba en ese espacio antes de mi llegada. Me siento atrapado. Presiento que nunca va a cortar la llamada y voy a quedarme encerrado para toda la eternidad. Me invade la ansiedad y sudo. Vislumbro el modo de tirar la puerta y salir corriendo. En teoría sé que podría hacerlo, pero que no me atrevería. Al fin suena el timbre y el hombre del recibidor sonríe como si intuyera la desesperación que me embargó. Una vez afuera respiro con alivio. El aire contaminado de la ciudad me parece ligero. Faltan algunos minutos para que amanezca y no deseo ir a ningún lado. Tal vez debería regresar, buscar al joven y pedirle que me acompañe a casa. Un taxi se ha detenido en frente de mí. Me parece una señal, así que subo. Le doy una dirección. “Baja California 140, casi esquina con Monterrey”.
En el tablero del taxi hay un muñeco que se mueve de un lado a otro. El chofer no es de los que hablan y eso me permite hundirme en el silencio rodeado por los ruidos ajenos de las calles. Cuando llegamos, le pago y me da el cambio sin mirarme a la cara. Se va.
En la pared hay una cruz blanca pintada, una placa y una fotografía, protegida por una estructura de metal. Leo el nombre completo de Emilio. Se ve sonriente, sano, como un niño promedio. No puedo contenerme y las lágrimas salen de mis ojos. Imagino una vez más la escena de él abriendo la puerta del auto y cayendo al pavimento. Llevábamos más de cincuenta sesiones.
Toco su foto como si quisiera decirle algo, hacerlo sonreír de manera imprevista, hacerlo jugar con dragones o caballeros imaginarios. Me percato que todo esto es mayor de lo que creía, que me rebasa y no ha dejado de perjudicarme. No debí confiarme, pensar que no regresarían los síntomas y posiblemente debí insistir en la medicación, pero todo iba tan bien. Hoy se cumple dos meses de su muerte.
Poco a poco mi llanto se convierte a algo desesperado que roba mis fuerzas, me agota y no me permite respirar, hasta que el frío me termina de vencer y el cansancio me aleja de la vigilia.

El sol de las diez de la mañana y el ruido de los autos me despiertan. La sensación de haber estado en el suelo duro y rasposo lastima mi cuerpo. Otro taxi, parado justo enfrente de mí, me invita a marcharme. Antes de llegar a mi destino nos detenemos en un videoclub. Ya en casa noto que he dejado de sentir cualquier clase de emoción, que me encuentro en un limbo sin dirección y sin ánimos de continuar. Meto el DVD al reproductor, me recuesto en el sofá y con presionar un botón comienza la película de Eragon. Me parece escuchar la voz de Emilio repitiendo las aventuras, jugando con un palo como si se tratara de una espada, con el casco de plástico que le compró su madre y lanzando una carcajada que nunca nadie había escuchado antes... Sé que debo de reponerme. Estamos aquí para realizar nuestras obligaciones y todos deberíamos ser como esos héroes que tienen una misión que cumplir.
El dragón lanza pequeñas llamas.