lunes, 21 de febrero de 2011

Narco-lepsia



Se puso una de las dos tangas de la ballena en la nariz. Inhaló como si tratara de absorber la esencia de la prenda y, un segundo después, dijo que aquello era una delicia. La aventó hacia mi cara. Le advertí que si volvía a hacer algo así, le rompería los dientes. Entonces, sin soltar el volante y viéndome por el retrovisor, tomó la otra tanga y la apretó en su puño. Mi corazón se aceleró y sentí el sudor recorriendo de mi sien hacia la mandíbula. Pibote volteó y la arrojó directo a mis ojos. Apreté los dientes e hice una mueca parecida a una sonrisa. Más que sonrisa, era el gusto de saber que podría desahogarme.
¿Por qué una mujer tan gorda saldría de fiesta con dos tangas puestas?, me pregunté mientras hacía que el auto perdiera el control

*

Encontré a Valentina dormida sobre un sillón redondo que parecía de piel de cebra. La jalé del brazo para sentarla y le grité su nombre al oído varias veces. Le eché mi bebida a la cara y abrió los ojos tratando de reconocer el lugar oscuro, con luces y repleto de gente bien vestida. Me miró con sus ojos de niña, esa eterna cara somnolienta, y me sonrió. Se sujetó de mi saco para ponerse de pie, pero, apenas se enderezó, de nuevo se quedó dormida. Traté de sostenerla pero cayó al suelo. Un tipo se acercó hacia mí aventando a la gente en su camino y me empujó tan fuerte que caí a un par de metros.
“¡¿Qué quieres con ella, puto?!”, gritó mientras sus amigos se burlaban de mí, de la situación, del loco de su amigo. No lo sé ni me interesó. Me puse de pie y caminé hacía Valentina para volver a tratar de levantarla, pero de nuevo el tipo se aventó hacia mí y vi cómo todo su cuerpo se preparaba para golpearme. Una parte de mi cara se volvió un sartén ardiendo que chorreaba aceite. En segundos yo estaba en el suelo con el sabor salado de la sangre que corría de mi lengua hacía mi garganta. Veía las luces de colores que se movían en el techo. Comencé a reír, reír como si aquello fuera otra gran broma. O al menos yo sentí que reía. El tipo que me golpeó siguió vociferando, luego escuché cómo una mesa se quebraba, gritos, insultos, botellas y vasos rompiéndose. No paré de sonreír. Sentía una gran calma como hace años no experimentaba. Giré el rostro y vi a Valentina tendida en el suelo. Había abierto los ojos, tal vez por el escándalo o las sillas cayendo casi a un lado de su cabeza, o por algún capricho de su enfermedad. Me sonrió como si nos encontráramos en la playa tomando el sol. Segundos después comenzó a roncar. Cerca de ahí un par de guardias gritaban claves por sus radios, pedían apoyo. Los pies de la gente corrían a mi alrededor, me arrullaban. La música no paraba de sonar: “Y a mí me volvió loco tu forma de ser, a mí me vuelve loco tu forma de ser”.
Alguien me tomó del brazo y me levantó. Raziel acercaba a mi cara sus ojos de depredador para examinarme. Podía oler su aliento a whiskey y ver las cicatrices en sus esqueléticos pómulos. Repitió mi nombre dos o tres veces hasta que le di a entender que lo escuchaba. Pregunté por Valentina y él me señaló a Pibote que la cargaba como a una novia inconsciente que se pasó de copas la noche de bodas. Pibote movía los labios despacio y muy cerca a los de ella, como si el muy marrano la quisiera enamorar en voz baja. Pero Valentina dormía y su conciencia andaba lejos, muy lejos de ahí.
“Tu egoísmo y tu soledad, son estrellas en la noche de la mediocridad”
El aceite escurría de mi boca: un delgado y alargado palillo rojo y brillante que esquivó las dos solapas de mi saco para manchar mi camisa. Del otro lado, tres guardias comenzaron a correr hacia nosotros. Raziel metió la mano debajo de su abrigo, sacó un arma y disparó al techo. Los gritos de terror ahora sí fueron honestos y no de histeria como lo de hace rato. Me dio gusto. Los guardias desaparecieron tan rápido como habían llegado.
“Viniste a mí, tomaste de mi copa, me sonreíste así, nadando en tu demencia. No sabía qué hacer, te traté de besar, me pegaste un sopapo y te pusiste a llorar”
“¿Dónde está Andrea?” me preguntó Raziel y no respondí. Esa estúpida se cree demasiado para lo que es. Me había olvidado por completo de ella, yo sólo podía cuidar de Valentina. Raziel puso mi brazo sobre sus hombros y mis piernas caminaron sincronizadas a cada paso que él daba. Disparó a un ramillete de luces que daban vueltas y la agudeza de su mandíbula cuadrada se esparció en una larga carcajada. Unos pasos adelante, recargado en una columna, estaba el tipo que había convertido mi rostro en sartén ardiente. Sus amigos ya no estaban ahí ni estaban burlándose de mí o de nadie. Tenía la cara hinchada, la ropa rota. temblaba y vomitaba comida revuelta en aceite como el que manchó mi camisa. Simuló no verme y al ver a Raziel conmigo empezó a temblar más. Volvió a vomitar ahora algo amarillo mientras mojaba sus pantalones. No pude preguntarle por qué me había golpeado, aunque supuse que lo hizo para lucirse o porque le va igual que a mí, sólo que él se enoja en lugar de perderse.
Afuera entré a la camioneta de Raziel. Juan Ignacio, desde el asiento del copiloto veía todo lo que sucedía sin inmutarse.
“Ya no te muevas de aquí”, me dijo Raziel, azotó la puerta y volvió a entrar al bar.
La puerta se abrió y entró Andrea con su vestido tan pegado, brillante y blanco, como si en el interior del antro no hubiera habido un caos. Hablaba tan alto como si todavía la música no me dejara escucharla, al mismo tiempo que se veía en el espejo y retocaba su maquillaje:
“¿Viste cómo le reventó (nombre de alguno de los idiotas con los que se lleva) la botella en la cara?“, dijo contoneándose excitada de un lado para otro como un perro nervioso.
“¿Quién te hizo eso?”, preguntó, se inclinó hacia mí, sujetó mi cara y estuvo tan cerca que pude oler su aliento de cigarro y ron con menta. “Quedaste deforme”, se carcajeó y empezó a bailar como si estuviera rodeada de los tipos que traten de tirársela. Raziel subió y arrancó apresurado siguiendo el convertible de Pibote hasta rebasarlo. Pude ver a Valentina que dormía sujetada por el cinturón de seguridad en el asiento del copiloto, con su cabeza colgando hacía un lado como si fuera una muñeca de trapo. Quise preguntarles qué fue lo que pasó, por qué se salió tanto de control o si los amigos de Raziel estaban bien, demostrar que no era tan indiferente como Juan Ignacio insistía, pero no tuve ánimos y nada más podía pensar en Valentina. Esa sensación de lejanía como si yo fuera un espectador más que observa inmóvil la película de su vida.
Raziel y Andrea revivían lo sucedido exaltados de felicidad. Yo miraba por la ventana y en mi cabeza seguía:
“Te vi llegar, del brazo de un amigo cuando entraste al bar”
“¿Hacia dónde vamos?” Preguntó Raziel a Juan Ignacio.
“¡¿Hacía dónde vamos ahora?!” Insistió.
“Vete a Las Lomas”, respondí. “A la casa del brasileño”.
El motor rugió con ese ruido que no hace más que ponerme nervioso, Andrea se acercó al asiento del piloto, rodeó con sus brazos a Raziel y le lamió la oreja sin importar que íbamos a 130 y pasábamos a centímetros de los otros autos, casi tocándolos. Nos detuvimos y Andrea bajó a comprar cigarros. Se formó en una fila de borrachos con los que hacía bromas. Comenzó a bailar con un par, restregándoles las nalgas, y la dejaron pasar en la fila. Luego volvió a subirse a la camioneta. Raziel sacó de su guantera la bolsa donde venían las grapas de coca y las metió en la bolsa interior del saco de Juan Ignacio.
“Traes sangre en la camisa”, le dijo, pero Juani no pareció escucharlo.

*

El brasileño recibe a sus invitados disfrazado de esclavo. Dos vampiros, un hada va de la mano de una Cleopatra demasiado alta como para tener los senos tan grandes. Lo saludan de beso en los labios.
“¿Que te pasú?”, pregunta al notar que mi cara es un sartén que había ardido. “Vengo disfrazado”, contesto y él ríe diciendo algo en portugués que no entiendo, pero por alguna razón me obligo a sonreír.
Una mujer desnuda con una serpiente de henna en el vientre baila sobre una mesa. Sus nalgas son tan lindas, pero lo más llamativo es que sus tetas son del tamaño correcto para su cuerpo. O del tamaño correcto para mí.
Me acerco a ella y toma un cigarro de marihuana de la montaña de cigarros que hay cerca de sus pies. Desde el rincón de la mesa un mulato de cara cuarteada deja de picar su coca, apunta sus ojos hacia mí, pone la mano en su entrepierna y la aprieta como si hiciera masa de tortillas. Siento en mi cuello un beso de unos labios divididos por una lengua que apenas acaricia mi piel. Volteo y unos ojos grandes de una caperucita roja con minifalda me sonríen.
“Soy Marina…”, dice y yo no tengo palabras. “No te acuerdas de mí, ¿verdad?”
No espera a que le responda, me lleva a bailar. Yo apenas y me muevo, no estoy muy animado. Me quita el saco y abre el botón de hasta arriba de mi camisa. “Quiero verte”, dice y me clava las uñas en el pecho con suavidad, como cuando checas que el pan que vas a comer no está duro. La música me es ajena.
Marina se da cuenta y me lleva a una de las salas de la casa para que nos sentemos. Pasa sus uñas por mi muslo, llega al botón de mi pantalón y lo derrota con dos movimientos. Pone una botella ámbar en mi nariz, inhalo mientras ella roza su lengua por mis testículos. Al fondo del pasillo distingo a Juan Ignacio. Mira por una ventana hacia el jardín trasero. Hay lágrimas en su cara, pero no se le ve afligido. Casi parece un maniquí, de no ser por el sudor que brilla en su frente.
“Te caíste al piso, me tiraste el pingüino, me tiraste el sifón y estallaron los vidrios de mi corazón”
El dolor relajante que avisa la eyaculación me doblega, sin embargo no puedo evitar venirme en su cara. Marina se reincorpora, pero no se marcha. Se limpia con el suéter de alguien que lo había dejado ahí, luego sigue hablando y quiere besarme.
¿Besarnos? ¿Para qué? Digo que tengo que ir al baño y me paro haciendo un esfuerzo para quitármela de encima. En el camino me encuentro al brasileño que me da una bebida rubí con fondo azul y una pequeña llama que tengo que soplar. La tomo y salgo hacia la alberca. Ahí está Raziel. Trae puesto un traje de baño que no sé de dónde sacó y una chica, que me parece chiapaneca de 16 años, le unta aceite hasta meter la mano debajo del traje, bajándoselo de vez en cuando. No puedo evitar ver el miembro largo y negro, como plátano macho pasado, de Raziel. Le pregunto por Valentina y me dice que sigue dormida en el convertible de Pibote. La chiapaneca que es más grande de lo que parecía hace una seña para que me siente con ellos. Me hago el distraído y busco a Pibote entre Frankeinsteins, Harry Potters, Jokers. Ignoro que a la distancia Raziel me ofrecía su celular para llamarlo. Encuentro a Pibote en los brazos de una mujer ancha, semidesnuda, que se pintó el cuerpo para su disfraz de ballena. Pibote no alcanza a rodearla con los brazos. La ballena no para de carcajearse mientras él la muerde y queda con la boca pintada de ese gris brillante. Pibote mete la nariz entre los senos y ella se carcajea sofocada quitándose el sudor de la cara. Luego de insistirle para que me diera las llaves de su auto, él busca con la mano la bolsa de sus pantalones y me las da sin dejar de besarla.
En el camino me topo con Marina que me reclama por dejarla sola. La llevo a la mesa de los cigarros de marihuana, saco una de las grapas de coca y comienzo a picarla. Marina se marcha llamándome marica. El mulato de cara cuarteada se acerca y me ofrece un popote de plata para inhalar, lo acepto aunque yo llevo pedazos de popote plástico conmigo. Inhalo. El mundo vuelve a ser rápido y escandaloso, pero de esos escándalos que sincronizan el palpitar de tus venas con la atmósfera. Al subir la cabeza por tercera vez, las tetas de Eva están a un lado de mi cara, Cleopatra la toma de la cintura y le baila por atrás, subiendo y bajando, sonríe al ver los detalles de su omóplato, su columna, el principio de las nalgas. Me pongo a bailotear con más energía con una Alicia negra con trenzas amarillas como yema de huevo. Estoy a punto de picar más coca acompañado de Eva y Cleopatra, cuando el mulato nos ofrece de la suya. Beso las tetas del tamaño correcto de Eva, Cleopatra besa a Eva, paso las manos por ambos cuerpos y, cuando todo parece ser diversión, a unos metros Raziel golpea en la cara a un tipo moreno con peinado de micrófono. La novia del micrófono grita y trata de patear a Raziel. Me causa tanta risa que me separo de Eva y Cleopatra y me dobló a carcajadas. El brasileño se acerca a mí y me dice: “Hace tantu que no ti veía reír”.
Tomo otro trago rubí con fondo azul y llamarada que él me da y sigo en lo que estaba. No sé cuánto tiempo después -dos minutos, media hora, tres horas- el Micrófono regresa con amigos y empieza a reclamarle a Raziel.
Me es indiferente. Fumo un cigarro. No intervengo cuando mis amigos están en problemas. Ellos sí lo hacen conmigo. No sé por qué.
Me disculpo con Cleopatra y Eva. Recordé a Valentina y me propongo a buscarla, pero en la puerta de la casa el mulato me sujeta del brazo y me arrincona con fuerza. Pensé que quería que le pagara su coca o que me había quedado con su popote de plata. Trata de poner mi mano sobre su cremallera. Me aparto y él saca una navaja para reclamarme algo que no me hace sentido. Desde ese punto, a través de una ventanita en la puerta, puedo ver a Valentina del otro lado de la calle, duerme. Camino hacia ella y a la distancia escucho que el mulato me insulta en voz alta. Ella tiene los ojos cerrados y el cabello colgando.
“Te vi bailar, brillando con tu ausencia sin sentir piedad. Chocando con las mesas. Te burlaste de todos. Te reíste de mí. Tus amigos escaparon de vos”
Abro el auto y me subo en el incómodo espacio de los asientos traseros. Le quito el cinturón de seguridad, recargo su cabeza en mí hombro y la calma que sentí en el suelo del bar regresa. Mis amigos salen corriendo de la fiesta. El mulato va tras de ellos y su cabeza se ha vuelto un sartén chorreante, mucho más chorreante que mi cara hace rato. Lo acompañan los amigos del micrófono. Pibote abre la puerta del auto y grita a Raziel:
“¡Está conmigo!”
Andrea sube de copiloto. Yo me paso para atrás y jalo a Valentina para que esté conmigo. El mulato se pone frente al auto y cuando Pibote acelera no le queda más que brincar para evitar que lo arrollemos.
Andrea y Pibote se divierten como bestias. Se ríen, se besan, se lanzan ruidos de emoción entre sí. Vamos rápido y Pibote se pone en la nariz una de las dos tangas de la ballena, como si tratara de absorber la esencia de la prenda y un segundo después dice que aquello es una delicia; luego la avienta hacia mi cara. Le advierto que si vuelve a hacer algo así le rompería los dientes. Entonces, sin soltar el volante y viéndome por el espejo retrovisor, toma la otra y la aprieta en su puño. Mi corazón se acelera y el sudor recorre de mi sien hacia mi mandíbula. La arroja directo a mis ojos. Aprieto los dientes y hago una mueca parecida a una sonrisa. Más que sonrisa, es el placer de poder desahogarme.
¿Por qué una mujer tan gorda saldría de fiesta con dos tangas puestas?
Me abalanzo contra él para golpearlo en la cara varias veces y el coche sale de control. Andrea me araña la espalda y el cuello tratándome de detener, pero sigo golpeando a Pibote que no sabe si defenderse o tratar de controlar el auto, hasta que nos hacemos acordeón contra un árbol. No sé cuánto tiempo quedé inconsciente, pero cuando despierto hay vidrios sobre mí, a mi alrededor, dentro de mí. Los demás están inconscientes, todos menos Valentina que había bajado y llama a urgencias desde su celular. Saco un trozo de parabrisas de mi pierna y voy hacia ella. Valentina camina hacia mí, al mismo tiempo que guarda en su sostén la bolsa de plástico con las grapas de coca. Antes de alcanzarla caigo arrodillado y apenas me sostengo de sus piernas. Ella me toma del brazo y me jala para levantarme. La camioneta de Raziel se estaciona a unos metros. Andrea baja del acordeón y me insulta con su cara hecha otro sartén chorreante. “Quedaste deforme”, le digo y la empujo. Cae sentada y hace una pataleta en el suelo.
“¡Pibote te salvó de la madriza que te iban a meter, puto malagradecido!”, grita desde el suelo.
Raziel me dice que hay que irnos.
Subo, cierro los ojos unos segundos y escucho la orquesta de ambulancias y patrullas que se acercan. Raziel acelera. Yo veo cómo dejamos atrás a Pibote y a Andrea.
“¿Hacia dónde vamos?”, pregunta.
Nadie contesta.
“¿Hacia dónde vamos, Juan Ignacio?”, me insiste de nuevo.
“Al hospital”, contesto sin voltear atrás.
El ronquido de Valentina y la tonada de la canción en mi cabeza me son suficientes. El accidente queda atrás y ya deberíamos estar durmiendo.