viernes, 9 de diciembre de 2011

GARDENIAS



En la fotografía, los muchachos están parados en dos filas haciendo señas con las manos. Hasta enfrente, sentada en la banqueta, hay una mujer de blusa amarilla de tela ligera, que ella misma cosió. Esa mujer me arropó, me en­señó a ser responsable y me regañó cuando me lo merecía. Sí, esa mujer es mi madre y en el pueblo la llamaban “La Gringa”. Yo no sabía el porqué de su apodo ni me la preguntaba. A mí me apodaban “El Gringuito”, aunque desde que nací fui moreno pero de ojos azul-claro, "como el color del mar antes del invierno" decía mi madre. Las ancianas del pueblo en la calle me llamaban “niño embrujado”, “engendro”, “hijo del diablo”, o de cualquier otra manera que se les ocurriera. “Pues acostúmbrense, señoras”, les respondía mi madre, “que mi hijo no va a irse a ninguna parte”. Con el tiempo se cansaron de molestarme, sin embargo nunca terminaron de aceptarme por completo.
Esa noche, yo tomé la fotografía. Festejábamos el regreso de Brasilia y aquello era un motivo para estar alegres. En casi tres años nadie había recibido noticias de él, las an­cianas habían propagado el rumor de que había muerto en el desierto o que se había casado allá del otro lado. Yo estaba dormido cuando mamá entró a mi habitación y de improviso encendió la luz, como si algo grave sucediera.
“Levántate mhijo, que regresó Brasilia”, dijo con el aliento en­trecortado. “¡¿Qué no te acuerdas de Brasilia?!”
Y claro que me acordaba de él. En su ausencia, mi madre me relató, una y otra vez, que él años atrás nos había prestado dinero para pa­gar nuestras deudas. De no haber sido por eso habríamos perdido nuestra casa y no sé qué habría pasado con nosotros dos.
Cuando mamá encendió la luz, disimulé estar dormido. Ella supo que fingía y me amenazó con no cocinarme en una semana en caso de que no la acompañara. Me quejé con un gemido y me volteé al otro lado. De inmediato ella trató de extorsionarme, recordándome lo peligroso que era para una mujer andar sola de noche. Yo tapé mi cabeza con la sábana. Ella, al darse cuenta de que nada de eso funcionaría, utilizó un tono más suave y prometió llevarme al mar la semana entrante. Me sen­té, tallé mis ojos y le sonreí en señal de aceptación.
La verdad yo estaba ansioso por ver a Brasilia y al resto de los muchachos. Pero ese juego con mi madre, en el que ella me con­vencía de hacer algo que de todos modos terminaría haciendo, era una vieja costumbre entre nosotros. Momentos como esos me ayudaron a nublar el recuerdo de su declive físico, cuando la en­fermedad sobrevino y su cuerpo se deterioró por completo.
Salimos hacia la casa de mi primo, donde se llevaría a cabo la celebración. Aquel lugar se encontraba por los maizales, a un lado del mercado abandonado. Cuando estábamos a unos cien metros de llegar, pude ver a los muchachos en la calle. Habían sacado sillas y es­cuchaban música que salía de un auto deportivo antiguo, recién pintado de azul con dos franjas blancas diagonales que lo atravesaban. Alguien gritó: “¡Ahí viene La Gringa!”, y los muchachos chi­flaron y adularon a mi madre. Ella corrió para abrazar a Brasilia. Yo seguí caminando despacio, como si no tuviera prisa, hasta que mi primo me gritó: “Apúrale, huevón”. Caminé más rápido pero no corrí. Él me abrazó y me levantó. Le pedí que no lo hiciera, que me avergonzaba, pero no le importaron mis reclamos. Ya estaba borracho.
Cuando por fin dejó de abrazarme, volteé a todos lados para buscar a mi madre. Nunca habría imaginado la inmensa alegría que se veía en su rostro al estar cerca de Brasilia, era como si sus ojos rejuvenecieran y su sonrisa se alargara, dejando entrever más de sus blancos y pequeños dien­tes.
“Ya, ya, ya”, les dije, y ellos voltearon a verme entre risas.
“¿Cómo estás Gringuito?”, me preguntó Brasilia. Yo quería abrazarlo y al mismo tiempo reclamarle por su ausencia. En lugar de eso, metí mis manos a los bolsillos de mi pantalón y miré al resto de los mucha­chos.
“Bien, estoy bien”.
Brasilia estuvo a punto de preguntarme algo más, pero en ese momento sonó una melodía que emocionó a mi madre. Ella lo tomó de la mano, lo jaló hacia ella y comenzó a bailar con ese estilo tan suyo, cerrando los ojos por unos cuantos segundos, como si pudiera sentir la música. Brasilia no dejó de mirarla mientras sonaba la canción de Botas Negras.
Cuatro años antes de esa noche, cuando yo apenas tenía siete, unos hombres en camionetas sin placas llegaron al pueblo y se llevaron a tres de los muchachos de los que aparecen en la foto: a Muñeco, a Navajas y a Tlacuache.
A Muñeco lo llamaban así por la suerte que tenía con las muje­res del pueblo. Según entiendo, alguna de sus novias lo llamó una vez de esa manera y de ahí en adelante se le quedó el apodo, aunque tam­bién escuché la versión de que le decían así desde niño, porque se parecía al muñeco pintado en la parte trasera del estanquillo.
A Navajas se le distingue con facilidad en la foto porque no trae playera. Cuando tomaba, le daba por quitársela y bailar y gritar toda la noche, jugando con su navaja suiza que sacaba y metía en un estuche que traía colgado al cinturón. Él era el papá de Pedro, mi mejor amigo.
Y Tlacuache... de no haber sido por Tlacuache.
En la fotografía casi todos hacen señas con las manos. Algu­nos con más entusiasmo, otros por obligación. Eran gestos que Tlacuache había enseñado al resto de los muchachos. Las aprendió de una comunidad cercana al pueblo en la que vivió un tiempo. En ese entonces todavía no se les llamaban Maras.
“Muñeco, Navajas y Tlacuache, hicieron negocios con la per­sona equivocada; un rufián poderoso y de mirada sádica”, decía mi madre.
Según me contó, ellos tenían una deuda con ese rufián y no bastaba con hipotecar o pedir prestado para pagarle. Aparecieron una semana después con la cara hinchada y a Tla­cuache hubo que enyesarle las piernas. De ahí en adelante anduvieron serios, preocupados y respondiendo a cualquier pregunta con monosílabos, hasta el día en que los metieron presos.
Dos años después salieron libres.
“Los encerraron injustamente, Gringuito, los acusaron de un robo y un asesinato que ellos no cometieron, pero lo mejor será que te alejes de ellos”, me advirtió mi primo y yo no lo cuestioné; sin embargo, distanciarme no era una opción viable. Los hijos de Navajas (Pedro y Rosalía) eran los únicos amigos de mi edad que tenía; en la escuela los otros me rehuían por el color de mis ojos o por los rumores que las ancianas propagaban sobre mí.
Todas las tardes salía con Pedro. Como él era robusto, pecoso y peli­rrojo, tampoco tenía muchos amigos. Siempre proponía lo que haríamos. Dábamos vueltas por las caba­llerizas, recorríamos las ruinas del convento abandonado o cazábamos liebres. No había vez que no se lo ocurriera algo que hacer o que no hablara de cualquier cosa que nos viniera a la mente, de todo menos de su papá o de la cárcel. Cuando su padre salió libre, yo continué la amistad como si nada hubiese sucedido.
Rosalía, la hermana de Pedro, era la única mujer... bueno, la úni­ca niña que me había visto completamente desnudo, un día que su hermano y yo nadábamos en el río. Ella apareció de la nada ante nosotros y no reaccionó ante mi cuerpo flaco y húmedo o ante el color sonrojado de mi rostro, ni siquiera ante el torpe intento de taparme. Fue tanta mi vergüenza, que incluso varios años después, cada vez que recordaba ese momento o la veía desde lejos, sentía que una flama me invadía por todo el cuerpo y me paralizaba por comple­to.
“¡Gringa! Al rato tienes que bailar conmigo”, gritó mi primo.
Mi mamá afirmó moviendo el dedo índice, mientras tomaba un trago de mezcal. Siempre era lo mismo con mi primo. Le pedía a mi madre que al rato bailaran, sin embargo nunca lo hacía hasta que ella lo sacaba a jalones.
Alguien sacó una cámara y mi madre de inmediato nos orga­nizó. Nos puso en dos filas. Los más altos atrás, los medianos en medio, y ella iría conmigo hasta enfrente. Me negué y le dije que yo tomaría la foto; ella, conociendo mi necedad, no insistió. La pared del mercado abandonado les pareció un buen fondo. Conté hasta tres, los muchachos hicieron señas con las manos, salió el flash y la fiesta continuó. Pedro y Rosalía no salen en la foto porque esa noche se quedaron con su tía.
La fiesta iba bien. Primero jugamos a la serpiente sin cabeza, luego bailamos salsa, y hablamos horas sobre fútbol, hasta que Tlacuache y mi primo empezaron a discutir. De inmediato el gru­po se dividió en dos bandos, excepto por Brasilia que se mantuvo al margen del pleito. Mi madre hizo un intento de calmar la si­tuación, pero de nada sirvió. Mi primo estaba furioso, por alguna razón que yo desconocía, y trató de aventarse en contra de Tlacuache, gritándole “asesino”, una y otra vez. Algunos de los muchachos lo sujetaron y lo alejaron un poco. Tlacuache se dio la media vuelta pero mi primo gritó de nuevo: “¡Asesino, asesino!”. Tlacuache perdió la paciencia y respondió.
“Por eso La Gringa no se quedó contigo: por tu temperamento”.
Ese fue el detonante para que mi primo se aventara en contra de Tlacuache. Los otros intervinieron y se armó la riña. Mi ma­dre me tomó del brazo e insistió en que saliéramos de ahí. Yo me rehusé. Sentí que debía intervenir, pero Brasilia me detuvo.
“Ahora lo que importa es sacar a tu madre de aquí”, me dijo viéndome a los ojos y confié en su palabra.
Abrió la puerta del auto azul con franjas blancas y me senté en el asiento trasero. Nada más nos alejamos unos metros se escuchó un tiro. Brasilia frenó. Mi madre bajó de inmediato y Brasilia y yo corrimos detrás de ella.
Mi primo estaba en el suelo sobre un charco de sangre que aumentaba de tamaño. Mi madre se agachó, para levan­tarle la cabeza y recargarlo sobre sus piernas. Tlacuache sostenía un revólver. Al ver lo que había hecho, soltó el arma y se adentró en los maizales. Detrás de él lo siguieron Muñeco y Navajas.
“Mira lo que te hicieron, mi niño”, dijo mi madre, acariciando el cabello de mi primo como si lo cuidara para dormirse, o como cuando él le pedía que le hiciera cariñitos. “Mira lo que te hicie­ron, amor”, dijo ella de nuevo y por primera vez la vi llorar.
Al funeral no fue ni Pedro ni Rosalía. Su papá había desapare­cido esa noche que mi primo murió. Yo me sentí muy solo. Los muchachos, las mujeres del pueblo y hasta las ancianas, pro­curaron a mi madre con esmero. Algo sabían que yo no. El único que se acercó a mí fue Brasilia. Me preguntó cómo estaba y yo le respondí que bien.
“¿Por qué estás distanciado de mamá?”, le pregunté y él se que­dó callado.
Me incomodé tanto que, para romper el silencio, le pregunté lo primero que se me ocurrió:
“¿Tú sabes por qué le dicen Gringa a mi madre?”
Brasilia me contó que mi madre, siendo una jovencita, llegó al pueblo acompañada de un hombre de Sinaloa al que apodaban El Gringo, un hombre cuarenta años mayor que ella, que se vino al pueblo con la idea de comercializar y exportar los productos locales. En esos días se pensaba que la carretera pasaría por ahí, que las fábricas extranjeras se instalarían y la suerte de la comunidad sería otra. El Gringo se arriesgó y puso el mercado que después quebró... Le pregunté a Brasilia por mi primo. Lo pensó por unos segundos antes de responder, después me miró a los ojos, con una mirada más tranquila que la de aquella noche, y despacio y con un tono serio afirmó. “Él no es tu primo”. Al escu­char eso confirmé lo que yo ya sabía.
Me dijo que mi supuesto primo fue un huérfano que vivió y tra­bajó en casa del Gringo, hasta que el Gringo murió y le heredó el terreno que está a lado del mercado. El Gringo a mi madre nada más le dejó deudas y la que fue nuestra casa.
“Entonces..., ¿El Gringo era mi padre?”, pregunté a Brasilia. Él observó a las personas que iban llegando al funeral, asegurándose de que nadie escuchara nuestra conversación.
El Gringo murió dos años antes de que tu madre se embara­zara de ti”.
En eso, una de las ancianas se paró enfrente de nosotros.
“Tu madre quiere que vayas con ella”, dijo sin mirarme directo a los ojos. Luego se marchó.
“¿Si él no era mi padre, entonces quién era?”, pregunté a Bra­silia.


Tres días después me encontré a Pedro en el viejo convento. No habíamos podido hablar sobre lo sucedido y su padre había desaparecido. Pedro tomaba una piedra detrás de otra y las aventaba con fuerza, sin voltearme a ver. Yo me senté a su lado, lo observé en silencio, mientras las parvadas de pájaros cruzaban el cielo. De repente se detuvo y habló.
“Mi papá no es ningún asesino” murmuró.
“Pero Tlacuache sí lo es”, exclamé enojado.
Pedro volteó y gritó enfurecido:
“¿Mi padre no mató a nadie!”
“¡Mató a mi primo!”, contesté sin pensar”.
Pedro jaló mi camisa y forcejamos. Quería pegarle, y estoy seguro de que él también a mí. En ese instante llegó Rosalía y nos separó, parándose en medio de los dos.
“Tú mamá te busca”, me dijo, dándole la espalda a su herma­no.
En el trayecto hacia mi casa no saludé a nadie ni respondí cualquier llamado que me hicieran. Algunas de las ancianas, al verme tan alterado, dijeron entre sí que al fin el demonio me había poseído.
Cuando llegué a casa mi madre me preguntó si quería cenar pan dulce o tamales. Me senté en la sala sin decir palabra y ella se propuso a preguntarme de nuevo.
“¿Quién es mi padre?”, la interrumpí alterado.
En el funeral, Brasilia acabó con mis sospechas de que él era mi padre al contestarme que no lo sabía. Mamá me respondió que ése no era el momento para hablar sobre aquello.
“¿Era mi supuesto primo?”, la cuestioné. “¿Por eso Brasilia se fue, porque tú querías a otro?”
Mi madre calló, mirándome con desconcierto.
“¿Entonces él era mi padre?” Volví a insistir. Mi madre con tor­peza acomodó una silla y se sentó.
“No”, me respondió. “Él no era tu padre ni nadie de los mucha­chos”.
“Entonces, ¿quién era mi padre?”
Ella me miró y noté que sus ojos temblaban.


Han pasado ocho años desde la última vez que vine al pueblo. Traigo un ramo de gardenias entre las manos. Mi madre decía que no se iría a otra parte donde las gardenias no tuvieran ese olor dulce y ligeramente ácido, que les da la tierra de la región. Después del funeral de mi primo, ella enfermó. Los doctores sugirieron quimioterapia. Todo se vendió, incluyen­do la propiedad de mi primo —que me había heredado—, y nuestra casa. Durante meses cuidé de mi madre, poniéndole sueros e in­sistiendo en que tomara su medicina. Ella no quiso decirle a nadie sobre su enfermedad y Brasilia se marchó de nuevo antes de saber bien lo que sucedía con la enfermedad. Cuando supliqué a mi madre que hiciéramos otro in­tento en el hospital de la capital, ella se rehusó.
Años después me gradué de la preparatoria y gané una beca para estudiar medicina. Pedro se casó y puso un negocio para ex­portar artesanías y vender en los alrededores las gardenias a vacacionistas y visitantes. Su padre, después del asesinato, se fue a Estados Unidos con la excusa de ganar más dinero... Nadie volvió a saber de él.
El día que pregunté a mamá por mi padre, ella me contó que Muñeco, Navajas y Tlacuache, habían ido presos por un crimen que mi primo también había cometido. Se habían involucrado con el hombre equivocado, un rufián poderoso y de mirada sádica, de ojos azul-claro como el mar antes del invierno: mi padre. Ella me contó que algo había salido mal en un negocio sucio y mi padre culpó a Tlacuache por la muerte accidental de uno de sus emplea­dos y, encima de todo, los muchachos quedaron debiéndole mucho dinero. Mi madre trató de intervenir para liberarlos de la deuda, pero no logró convencerlo. Mi padre le ofreció la oportunidad de salvar a uno de los muchachos y ella eligió a mi primo. Debido a esto, Tlacuache pensó que mi primo había quedado libre por soplón. Por otro lado, mi primo jamás perdonó a Tlacuache por haber provocado la muerte accidental del empleado de mi padre. Nadie habría ido preso de no ser por aquella equivocación. La noche en que tomé la fotografía, los rencores salie­ron a flote.



El pueblo ha cambiado demasiado, ha crecido y ya no es una provincia de rancherías. Las ancianas que aún quedan me ven pasar, no me salu­dan y murmuran entre ellas. Toco el timbre de una casa antigua si­tuada en el centro. Rosalía abre, regalándome una tímida sonrisa.
“Pasa”, me dice y yo entro sin decir nada más. “En el cuarto del fon­do... Cambié las cosas de lugar”, agrega.
En mis manos traigo el ramo de gardenias que aprieto contra mi pecho. Cuando llego a la habitación, veo las blusas de tela ligera que mi madre tejía, sus discos de acetato, los adornos de porce­lana y, sobre el buró, la fotografía de los muchachos, que observo con cuidado. Puedo sentir a mi madre, verla bailar a la mitad del cuarto, con ese estilo tan suyo y cerrando los ojos por unos cuan­tos segundos, como si pudiera sentir la música. La realidad se hace presente y yo dejo a un lado las gardenias que llevaré en la tarde al panteón.
Rosalía desde la puerta me pregunta si necesito algo más. No encuentro la manera de agradecerle por todo lo que ha hecho por mí. Ella me dio un lugar dónde dormir cuando perdimos la casa, me apoyó cuando me quedé solo y, una vez que me marché a la capital, cuidó de las pertenencias de mi madre, sin hacerme más preguntas. Sin reprochar que la dejara.
“No, gracias”, respondo.
Ella sonríe y se va. En el momento en que cierra la puerta, me doy cuenta de que ante su presencia ya no siento esa flama de ver­güenza que invadía todo mi cuerpo y me paralizaba. Ya no soy más ese niño desnudo a un lado del río.