Se puso una de las dos tangas de la
ballena en la nariz. Inhaló como si tratara de absorber la esencia de la prenda
y, un segundo después, dijo que aquello era una delicia. La aventó hacia mi
cara. Le advertí que si volvía a hacer algo así, le rompería los dientes.
Entonces, sin soltar el volante y viéndome por el retrovisor, tomó la otra tanga
y la apretó en su puño. Mi corazón se aceleró y sentí el sudor recorriendo de
mi sien hacia la mandíbula. Pibote volteó y la arrojó directo a mis ojos. Apreté
los dientes e hice una mueca parecida a una sonrisa. Más que sonrisa, era el
gusto de saber que podría desahogarme.
¿Por qué una mujer tan gorda saldría de
fiesta con dos tangas puestas?, me pregunté mientras hacía que el auto perdiera
el control
*
Encontré a Valentina dormida sobre un
sillón redondo que parecía de piel de cebra. La jalé del brazo para sentarla y
le grité su nombre al oído varias veces. Le eché mi bebida a la cara y abrió
los ojos tratando de reconocer el lugar oscuro, con luces y repleto de gente
bien vestida. Me miró con sus ojos de niña, esa eterna cara somnolienta, y me
sonrió. Se sujetó de mi saco para ponerse de pie, pero, apenas se enderezó, de
nuevo se quedó dormida. Traté de sostenerla pero cayó al suelo. Un tipo se
acercó hacia mí aventando a la gente en su camino y me empujó tan fuerte que
caí a un par de metros.
“¡¿Qué quieres con ella, puto?!”, gritó
mientras sus amigos se burlaban de mí, de la situación, del loco de su amigo.
No lo sé ni me interesó. Me puse de pie y caminé hacía Valentina para volver a tratar
de levantarla, pero de nuevo el tipo se aventó hacia mí y vi cómo todo su
cuerpo se preparaba para golpearme. Una parte de mi cara se volvió un sartén
ardiendo que chorreaba aceite. En segundos yo estaba en el suelo con el sabor
salado de la sangre que corría de mi lengua hacía mi garganta. Veía las luces
de colores que se movían en el techo. Comencé a reír, reír como si aquello
fuera otra gran broma. O al menos yo sentí que reía. El tipo que me golpeó siguió
vociferando, luego escuché cómo una mesa se quebraba, gritos, insultos,
botellas y vasos rompiéndose. No paré de sonreír. Sentía una gran calma como
hace años no experimentaba. Giré el rostro y vi a Valentina tendida en el
suelo. Había abierto los ojos, tal vez por el escándalo o las sillas cayendo
casi a un lado de su cabeza, o por algún capricho de su enfermedad. Me sonrió
como si nos encontráramos en la playa tomando el sol. Segundos después comenzó
a roncar. Cerca de ahí un par de guardias gritaban claves por sus radios,
pedían apoyo. Los pies de la gente corrían a mi alrededor, me arrullaban. La
música no paraba de sonar: “Y a mí me volvió loco tu forma de ser, a mí
me vuelve loco tu forma de ser”.
Alguien me tomó del brazo y me levantó.
Raziel acercaba a mi cara sus ojos de depredador para examinarme. Podía oler su
aliento a whiskey y ver las cicatrices en sus esqueléticos pómulos. Repitió mi
nombre dos o tres veces hasta que le di a entender que lo escuchaba. Pregunté
por Valentina y él me señaló a Pibote que la cargaba como a una novia
inconsciente que se pasó de copas la noche de bodas. Pibote movía los labios
despacio y muy cerca a los de ella, como si el muy marrano la quisiera enamorar
en voz baja. Pero Valentina dormía y su conciencia andaba lejos, muy lejos de
ahí.
“Tu egoísmo y tu soledad, son estrellas en la noche de la
mediocridad”
El aceite escurría de mi boca: un delgado
y alargado palillo rojo y brillante que esquivó las dos solapas de mi saco para
manchar mi camisa. Del otro lado, tres guardias comenzaron a correr hacia
nosotros. Raziel metió la mano debajo de su abrigo, sacó un arma y disparó al
techo. Los gritos de terror ahora sí fueron honestos y no de histeria como lo
de hace rato. Me dio gusto. Los guardias desaparecieron tan rápido como habían
llegado.
“Viniste a mí, tomaste de mi copa, me sonreíste así, nadando en tu
demencia. No sabía qué hacer, te traté de besar, me
pegaste un sopapo y te pusiste a llorar”
“¿Dónde está Andrea?” me preguntó Raziel y
no respondí. Esa estúpida se cree demasiado para lo que es. Me había olvidado
por completo de ella, yo sólo podía cuidar de Valentina. Raziel puso mi brazo
sobre sus hombros y mis piernas caminaron sincronizadas a cada paso que él
daba. Disparó a un ramillete de luces que daban vueltas y la agudeza de su
mandíbula cuadrada se esparció en una larga carcajada. Unos pasos adelante,
recargado en una columna, estaba el tipo que había convertido mi rostro en
sartén ardiente. Sus amigos ya no estaban ahí ni estaban burlándose de mí o de
nadie. Tenía la cara hinchada, la ropa rota. temblaba y vomitaba comida
revuelta en aceite como el que manchó mi camisa. Simuló no verme y al ver a
Raziel conmigo empezó a temblar más. Volvió a vomitar ahora algo amarillo
mientras mojaba sus pantalones. No pude preguntarle por qué me había golpeado,
aunque supuse que lo hizo para lucirse o porque le va igual que a mí, sólo que
él se enoja en lugar de perderse.
Afuera entré a la camioneta de Raziel.
Juan Ignacio, desde el asiento del copiloto veía todo lo que sucedía sin
inmutarse.
“Ya no te muevas de aquí”, me dijo Raziel,
azotó la puerta y volvió a entrar al bar.
La puerta se abrió y entró Andrea con su
vestido tan pegado, brillante y blanco, como si en el interior del antro no
hubiera habido un caos. Hablaba tan alto como si todavía la música no me dejara
escucharla, al mismo tiempo que se veía en el espejo y retocaba su maquillaje:
“¿Viste cómo le reventó (nombre de alguno
de los idiotas con los que se lleva) la botella en la cara?“, dijo contoneándose
excitada de un lado para otro como un perro nervioso.
“¿Quién te hizo eso?”, preguntó, se
inclinó hacia mí, sujetó mi cara y estuvo tan cerca que pude oler su aliento de
cigarro y ron con menta. “Quedaste deforme”, se carcajeó y empezó a bailar como
si estuviera rodeada de los tipos que traten de tirársela. Raziel subió y
arrancó apresurado siguiendo el convertible de Pibote hasta rebasarlo. Pude ver
a Valentina que dormía sujetada por el cinturón de seguridad en el asiento del
copiloto, con su cabeza colgando hacía un lado como si fuera una muñeca de
trapo. Quise preguntarles qué fue lo que pasó, por qué se salió tanto de control
o si los amigos de Raziel estaban bien, demostrar que no era tan indiferente
como Juan Ignacio insistía, pero no tuve ánimos y nada más podía pensar en
Valentina. Esa sensación de lejanía como si yo fuera un espectador más que
observa inmóvil la película de su vida.
Raziel y Andrea revivían lo sucedido
exaltados de felicidad. Yo miraba por la ventana y en mi cabeza seguía:
“Te vi llegar, del brazo de un amigo cuando
entraste al bar”
“¿Hacia dónde vamos?” Preguntó Raziel a
Juan Ignacio.
“¡¿Hacía dónde vamos ahora?!” Insistió.
“Vete a Las Lomas”, respondí. “A la casa
del brasileño”.
El motor rugió con ese ruido que no hace
más que ponerme nervioso, Andrea se acercó al asiento del piloto, rodeó con sus
brazos a Raziel y le lamió la oreja sin importar que íbamos a 130 y pasábamos a
centímetros de los otros autos, casi tocándolos. Nos detuvimos y Andrea bajó a
comprar cigarros. Se formó en una fila de borrachos con los que hacía bromas.
Comenzó a bailar con un par, restregándoles las nalgas, y la dejaron pasar en
la fila. Luego volvió a subirse a la camioneta. Raziel sacó de su guantera la bolsa
donde venían las grapas de coca y las metió en la bolsa interior del saco de
Juan Ignacio.
“Traes sangre en la camisa”, le dijo, pero
Juani no pareció escucharlo.
*
El brasileño recibe a sus invitados disfrazado
de esclavo. Dos vampiros, un hada va de la mano de una Cleopatra demasiado alta
como para tener los senos tan grandes. Lo saludan de beso en los labios.
“¿Que te pasú?”, pregunta al notar que mi
cara es un sartén que había ardido. “Vengo disfrazado”, contesto y él ríe
diciendo algo en portugués que no entiendo, pero por alguna razón me obligo a
sonreír.
Una mujer desnuda con una serpiente de
henna en el vientre baila sobre una mesa. Sus nalgas son tan lindas, pero lo
más llamativo es que sus tetas son del tamaño correcto para su cuerpo. O
del tamaño correcto para mí.
Me acerco a ella y toma un cigarro de
marihuana de la montaña de cigarros que hay cerca de sus pies. Desde el rincón
de la mesa un mulato de cara cuarteada deja de picar su coca, apunta sus ojos
hacia mí, pone la mano en su entrepierna y la aprieta como si hiciera masa de
tortillas. Siento en mi cuello un beso de unos labios divididos por una lengua
que apenas acaricia mi piel. Volteo y unos ojos grandes de una caperucita roja
con minifalda me sonríen.
“Soy Marina…”, dice y yo no tengo
palabras. “No te acuerdas de mí, ¿verdad?”
No espera a que le responda, me lleva a
bailar. Yo apenas y me muevo, no estoy muy animado. Me quita el saco y abre el
botón de hasta arriba de mi camisa. “Quiero verte”, dice y me clava las uñas en
el pecho con suavidad, como cuando checas que el pan que vas a comer no está
duro. La música me es ajena.
Marina se da cuenta y me lleva a una de
las salas de la casa para que nos sentemos. Pasa sus uñas por mi muslo, llega
al botón de mi pantalón y lo derrota con dos movimientos. Pone una botella
ámbar en mi nariz, inhalo mientras ella roza su lengua por mis testículos. Al fondo
del pasillo distingo a Juan Ignacio. Mira por una ventana hacia el jardín
trasero. Hay lágrimas en su cara, pero no se le ve afligido. Casi parece un
maniquí, de no ser por el sudor que brilla en su frente.
“Te caíste al piso, me tiraste el
pingüino, me tiraste el sifón y estallaron los vidrios de mi corazón”
El dolor relajante que avisa la
eyaculación me doblega, sin embargo no puedo evitar venirme en su cara. Marina se
reincorpora, pero no se marcha. Se limpia con el suéter de alguien que lo había
dejado ahí, luego sigue hablando y quiere besarme.
¿Besarnos?
¿Para qué? Digo que tengo
que ir al baño y me paro haciendo un esfuerzo para quitármela de encima. En el camino
me encuentro al brasileño que me da una bebida rubí con fondo azul y una
pequeña llama que tengo que soplar. La tomo y salgo hacia la alberca. Ahí está
Raziel. Trae puesto un traje de baño que no sé de dónde sacó y una chica, que
me parece chiapaneca de 16 años, le unta aceite hasta meter la mano debajo del
traje, bajándoselo de vez en cuando. No puedo evitar ver el miembro largo y negro,
como plátano macho pasado, de Raziel. Le pregunto por Valentina y me dice que sigue
dormida en el convertible de Pibote. La chiapaneca que es más grande de lo que
parecía hace una seña para que me siente con ellos. Me hago el distraído y busco
a Pibote entre Frankeinsteins, Harry Potters, Jokers. Ignoro que a la distancia
Raziel me ofrecía su celular para llamarlo. Encuentro a Pibote en los brazos de
una mujer ancha, semidesnuda, que se pintó el cuerpo para su disfraz de
ballena. Pibote no alcanza a rodearla con los brazos. La ballena no para de
carcajearse mientras él la muerde y queda con la boca pintada de ese gris
brillante. Pibote mete la nariz entre los senos y ella se carcajea sofocada
quitándose el sudor de la cara. Luego de insistirle para que me diera las
llaves de su auto, él busca con la mano la bolsa de sus pantalones y me las da
sin dejar de besarla.
En el camino me topo con Marina que me
reclama por dejarla sola. La llevo a la mesa de los cigarros de marihuana, saco
una de las grapas de coca y comienzo a picarla. Marina se marcha llamándome
marica. El mulato de cara cuarteada se acerca y me ofrece un popote de plata
para inhalar, lo acepto aunque yo llevo pedazos de popote plástico conmigo. Inhalo.
El mundo vuelve a ser rápido y escandaloso, pero de esos escándalos que
sincronizan el palpitar de tus venas con la atmósfera. Al subir la cabeza por
tercera vez, las tetas de Eva están a un lado de mi cara, Cleopatra la toma de
la cintura y le baila por atrás, subiendo y bajando, sonríe al ver los detalles
de su omóplato, su columna, el principio de las nalgas. Me pongo a bailotear con
más energía con una Alicia negra con trenzas amarillas como yema de huevo. Estoy
a punto de picar más coca acompañado de Eva y Cleopatra, cuando el mulato nos
ofrece de la suya. Beso las tetas del tamaño correcto de Eva, Cleopatra besa a
Eva, paso las manos por ambos cuerpos y, cuando todo parece ser diversión, a
unos metros Raziel golpea en la cara a un tipo moreno con peinado de micrófono.
La novia del micrófono grita y trata de patear a Raziel. Me causa tanta risa que
me separo de Eva y Cleopatra y me dobló a carcajadas. El brasileño se acerca a
mí y me dice: “Hace tantu que no ti veía reír”.
Tomo otro trago rubí con fondo azul y
llamarada que él me da y sigo en lo que estaba. No sé cuánto tiempo después
-dos minutos, media hora, tres horas- el Micrófono regresa con amigos y empieza
a reclamarle a Raziel.
Me es indiferente. Fumo un cigarro. No
intervengo cuando mis amigos están en problemas. Ellos sí lo hacen conmigo. No
sé por qué.
Me disculpo con Cleopatra y Eva. Recordé a
Valentina y me propongo a buscarla, pero en la puerta de la casa el mulato me
sujeta del brazo y me arrincona con fuerza. Pensé que quería que le pagara su
coca o que me había quedado con su popote de plata. Trata de poner mi mano
sobre su cremallera. Me aparto y él saca una navaja para reclamarme algo que no
me hace sentido. Desde ese punto, a través de una ventanita en la puerta, puedo
ver a Valentina del otro lado de la calle, duerme. Camino hacia ella y a la
distancia escucho que el mulato me insulta en voz alta. Ella tiene los ojos cerrados
y el cabello colgando.
“Te vi bailar, brillando con tu ausencia sin sentir piedad. Chocando con
las mesas. Te burlaste de todos. Te reíste de mí. Tus amigos escaparon de vos”
Abro el auto y me subo en el incómodo
espacio de los asientos traseros. Le quito el cinturón de seguridad, recargo su
cabeza en mí hombro y la calma que sentí en el suelo del bar regresa. Mis
amigos salen corriendo de la fiesta. El mulato va tras de ellos y su cabeza se
ha vuelto un sartén chorreante, mucho más chorreante que mi cara hace rato. Lo
acompañan los amigos del
micrófono. Pibote abre la puerta del auto y grita a Raziel:
“¡Está conmigo!”
Andrea sube de copiloto. Yo me paso para
atrás y jalo a Valentina para que esté conmigo. El mulato se pone frente al
auto y cuando Pibote acelera no le queda más que brincar para evitar que lo
arrollemos.
Andrea y Pibote se divierten como bestias.
Se ríen, se besan, se lanzan ruidos de emoción entre sí. Vamos rápido y Pibote
se pone en la nariz una de las dos tangas de la ballena, como si tratara de
absorber la esencia de la prenda y un segundo después dice que aquello es una
delicia; luego la avienta hacia mi cara. Le advierto que si vuelve a hacer algo
así le rompería los dientes. Entonces, sin soltar el volante y viéndome por el
espejo retrovisor, toma la otra y la aprieta en su puño. Mi corazón se acelera
y el sudor recorre de mi sien hacia mi mandíbula. La arroja directo a mis ojos.
Aprieto los dientes y hago una mueca parecida a una sonrisa. Más que sonrisa,
es el placer de poder desahogarme.
¿Por qué una mujer tan gorda saldría de fiesta
con dos tangas puestas?
Me abalanzo contra él para golpearlo en la
cara varias veces y el coche sale de control. Andrea me araña la espalda y el
cuello tratándome de detener, pero sigo golpeando a Pibote que no sabe si
defenderse o tratar de controlar el auto, hasta que nos hacemos acordeón contra
un árbol. No sé cuánto tiempo quedé inconsciente, pero cuando despierto hay
vidrios sobre mí, a mi alrededor, dentro de mí. Los demás están inconscientes, todos
menos Valentina que había bajado y llama a urgencias desde su celular. Saco un
trozo de parabrisas de mi pierna y voy hacia ella. Valentina camina hacia mí, al
mismo tiempo que guarda en su sostén la bolsa de plástico con las grapas de
coca. Antes de alcanzarla caigo arrodillado y apenas me sostengo de sus piernas.
Ella me toma del brazo y me jala para levantarme. La camioneta de Raziel se
estaciona a unos metros. Andrea baja del acordeón y me insulta con su cara
hecha otro sartén chorreante. “Quedaste deforme”, le digo y la empujo. Cae
sentada y hace una pataleta en el suelo.
“¡Pibote te salvó de la madriza que te
iban a meter, puto malagradecido!”, grita desde el suelo.
Raziel me dice que hay que irnos.
Subo, cierro los ojos unos segundos y
escucho la orquesta de ambulancias y patrullas que se acercan. Raziel acelera.
Yo veo cómo dejamos atrás a Pibote y a Andrea.
“¿Hacia dónde vamos?”, pregunta.
Nadie contesta.
“¿Hacia dónde vamos, Juan Ignacio?”, me
insiste de nuevo.
“Al hospital”, contesto sin voltear atrás.
El ronquido de Valentina y la tonada de la
canción en mi cabeza me son suficientes. El accidente queda atrás y ya deberíamos
estar durmiendo.