jueves, 21 de abril de 2011

Parejas o: “La imposiblidad de un amor de ensueño”

Ser parte de una relación de pareja y estar libre de egoísmos, anteponiendo el bienestar de la otra persona, con inteligencia, estando en los peores momentos, sin dejarse vencer por los fantasmas psíquicos, como las crisis, las dudas, los temores a envejecer o a no aprovechar lo suficiente otras oportunidades o a no haber vivido lo suficiente, incluso ser comprensivo y un héroe que protege al amor, que venera al ser amado y derrota a la rutina y a la costumbre -para no convertirse en una máquina que vive en la inercia- y otros tantos imposibles, no nada más sería un milagro, sino una acción inútil. Vamos, los milagros por algo se llaman así: porque suceden muy rara vez. Y que dos milagros (dos personas que piensen igual y tengan una madurez parecida) sucedan, y exista un tercer milagro que haga que esos dos milagros se encuentren y que por un cuarto milagro sean cabalmente compatibles, ya es pedir algo que no le va a pasar a casi nadie o a nadie... Si no lo hacen por ustedes, no pierdan su tiempo siendo tan perfectos. Quédense en la idea mediana casual de: “mejor lo que dure y la llevamos relajados”, con amorcitos tibios que nos ayuden a sobrellevar la pesadez de lo aparentemente inútil de nuestra existencia, y sin nunca confrontar los errores que provocan que las otras personas se alejen; o acostúmbrense a que el enamoramiento nada más sea el gancho que conecta a dos individuos por cuestiones del salvaguardo de la especie, para ver si pueden convivir y de ser posible se mantengan juntos por razones que nada tienen que ver con el amor. Somos niños que quieren ver hasta dónde y hasta cuándo soportan los demás nuestros horribles hábitos y cualquier banalidad nos apantalla. Hasta ahí llega la fuerza del amor.


miércoles, 20 de abril de 2011

Yo sé que no en el fondo te importo

Tomé tu recuerdo y lo trituré en finos fragmentos que habrían volado de haber soltado el mínimo suspiro. No se movieron ni un milímetro. Durante el proceso, no derramé ni una sola gota de sudor o llanto. Lo hice concentrado y con la frialdad de un cirujano, sin caer víctima de melancolías o trampas del arrepentimiento. Después, lo deposité en un frasco color ámbar que etiqueté con tu nombre y que enterré detrás de los ojos de un Buda olvidado. Ahora no quiero saber nada de tus labios, de tus palabras, de tus abrazos; me vienen sobrando tus fotografías, tu nombre, nuestra tiranía y tus recetas. Guarda tu sombra y llévate tus huellas delante tuyo. Déjame tranquilo en mi soledad y respeta la muerte que llevo a rastras. Si pasas por aquí, no hagas el intento de tocarme: un vidrio pardo me rodea y gran parte de mí reposa tranquila detrás de unos párpados milenarios; el resto, un suspiro leve lo esparció a los cuatro vientos, mientras, una torpe y descuidada lágrima tuya, cayó sobre mi recuerdo.