miércoles, 6 de julio de 2011

Velvet Underground

Fue una acalorada discusión.
Sí, sé que no debo usar frases trilladas como ésa, pero así es justo como me siento en este momento: como una oración no pensada, sencilla, dicha por otro y que aprendí en otro lugar, y que ahora utilizo después de tanta innecesaria verdad di­cha, entre Azalea y yo.
Ella está demente. Lo supe desde la primera vez que la conocí. Quizá en la segunda cita concreté mis sospechas, pero siempre lo supe, aún antes de conocerla. Y no cuestionen lógicas absurdas. Se los recomiendo. El diablo –en esa pequeña voz interna- me lo advirtió: Azalea está loca, más que cualquier otra persona que conozcas.
“Hay veces que el amor no es suficiente”, le dije por el micró­fono y ella me miró directo a la cámara web y con su voz un tanto chillona me preguntó:
“¿Entonces qué se requiere para que el amor sea suficiente?”
Hasta ese momento no me había fijado en la sonrisa desqui­ciada de Azalea, cuando abre los ojos y se encuentra poseída por una especie de cinismo descontrolado. Me quedé pensando en su pregunta y ella esperaba ansiosa una respuesta. Miré directo a la cá­mara y cambié el gesto desolado de mi rostro a uno de absoluta seriedad.
“Eso lo tendrás que averiguar tú sola, perra”, y desco­necté el msn.

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Media hora atrás Azalea me había insultado. Me había llamado hipócrita por haber pasado tiempo a su lado, en lugar de haberlo pasado con mi mujer. Me recriminó por llamarla insistentemente desde el día en que nos presentaron y por tratar, desde entonces, en complacerla con todo tipo de detalles.
Lo cierto es que tenía razón. No debí haber descuidado a mi esposa por una chiflada. Pero la razón traiciona y Azalea me hacía sentir una paz inexplicable... Pero antes de proseguir debo advertir que yo no soy ningún santo. Bastará confesar que a ella, a Azalea, como a otras mujeres, la enredé con una sarta de mentiras de las cuales nunca antes me había avergonzado. Le aseguré que jamás había sido infiel, le mentí sobre mi profesión, mis ingresos y mis problemas personales, para que confiara.
La quería atada a mí.  
Con Azalea, por alguna razón decidí no ir directo a lo sexual. Opté por tratarla como persona, interesándome en su amistad, procurándola. Le envié una docena de correos electrónicos ro­mánticos, agradeciéndole por la vitalidad que me inyectaba, por los momentos que compartíamos juntos y los cambios que había provocado en mi vida. En parte le seguía mintiendo y exagerando, como siempre, pero lo que sentía por ella era verdad.
¿Por qué con Azalea fue diferente? Tal vez yo evitaba a toda costa que nuestra relación fuera algo pasajero por el ánimo que despertó en mí. También pudo ser que todo fuera un capricho. No lo sé.
En la discusión la llamé drogadicta, perra, mani­puladora, bestia salvaje, y con cada insulto propinado, me sentía mejor. Azalea hacía lo mismo. Me llamaba mentiroso, arrogante, necesitado, impotente emocional, fracasado y, sin duda alguna lo que más me do­lió, mal esposo. Sus insultos no eran tan graves como los míos, sin embargo yo los resentía mucho más. Luego me mandó al carajo, apagó la cámara Web y se desconectó del msn.
No me fui a un bar o un prostíbulo en ese instante, porque al mismo tiempo chateaba con otra chica de diecisiete años.
Ella, la chica de diecisiete, de alguna manera se dio cuenta de que algo estaba mal conmigo y se preocupó. Mi debilidad provocó que le contara sobre el pleito con Azalea, y ella me preguntó si aquel pleito estaba relacionado también con mi esposa. Evité el tema y le dije que debía irme. La chica de diecisiete años se apre­suró y preguntó si todavía íbamos a vernos al día siguiente. Res­pondí que sí, que los planes seguían igual: a la una y cuarto de la tarde, debajo del Reloj gigante de plaza Insurgentes. En la ventana del msn apareció un icono de un zorrito lanzan­do besos. Yo le respondí mandándole una flor que se abría y se cerraba, interminablemente, listo para largarme. Entonces Azalea se conectó de nuevo.
Tal vez de haberla ignorado, de haberme ido, de haber apagado la computadora sin pensarlo, ella habría venido a mí pidiendo dis­culpas. Supuse esto cuando de nuevo me mandó una invitación para iniciar una conversación por cámara web y en la pantalla apareció alegre, radiante, como si la discusión de rato atrás la hu­biera llenado de energía.
Perra infeliz.
Yo continuaba decaído por sus insultos y ella no hacía otra cosa más que exaltarse y comportarse cariñosa y torpe, como si estu­viera ebria o drogada.

“Hubiéramos seguido discutiendo”, dijo repentinamente. “De tenerte enfrente te hubiera cogido tan rico”, remató.
Ese fue el colmo.
Por un lado, la chica de diecisiete continuaba mandándome men­sajes, preguntándome si todavía estaba ahí; por otro, Azalea se calentaba y quería coger debido al pleito que acabábamos de tener; y por otro, aparecía una nueva ventana, donde mi esposa me saludaba con un amoroso “Hola, mi vida”.
Yo no soy la clase de hombre que se merece mi mujer, alguien como el tipo ese de su trabajo, que educa a sus dos hijos pequeños él solo, o el vecino de ojos claros, fundamentalista y heredero de una gran fortuna, y que no pierde oportunidad para saludarla.
No le respondí a mi esposa y me concentré en la conversación con Azalea. La muy desquiciada se veía tranquila, trataba de com­padecerme utilizando un tono dulce y así mejorar las cosas entre nosotros. Yo respondí a una de sus disculpas con indiferencia, ella me preguntó alguna tontería y yo, todavía muy resentido, le respondí: “Hay veces que el amor no es suficiente”, y ella preguntó: “¿Qué se necesita para que el amor sea suficiente?”
“Eso es algo que tendrás que averiguar tú sola. Perra”, y me desconecté.

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Recién salí de mi departamento, en mi celular recibí una pri­mera llamada que no contesté. Era de mi mujer, seguramente des­concertada por mi abrupta salida del internet. Una segunda lla­mada, ahora de la chica de diecisiete. Una tercera, una cuarta, un mensaje de texto que no leí, una quinta, una sexta, más mensajes, y, en la séptima, Azalea.
“¿Qué quieres, Perra?”
“Que te mueras”, dijo y colgó.
Apagué mi celular, compré una botellita de güisqui, que tomé durante el camino, y subí a mi auto para dirigirme al Solid Gold. En la entrada, un hombre de seguridad me reconoció y me saludó, luego le dijo al gerente que yo era un cliente especial.
Pasé sin pagar entrada. Me sentaron en una mesa cerca de la pista. La botellita de güisqui se había terminado, así que pedí una copa de Coñac. La tomé de un trago. Las bailari­nas se fueron acercando, diciendo frases trilladas, sencillas, que alguien más dijo y que aprendieron de algún otro lugar... Azalea seguía en mi mente.
“Claro, nena, pide lo que quieras”... “Soy dueño de una empresa de papel”... “¿Un privado?... No sé... primero te veo bailar y después te digo”... “¿Que por qué no se me para?... porque no sabes mamarla... así que mejor vete.”
Vi una docena de mujeres. Las olí, tenté su piel, observé sus sexos bailar y estuve con algunas en privado. Ninguna tenía lo necesario para desaparecer la imagen de Azalea.
“No, no me gustas”... “Creo que te llaman por allá”... “Lárgate de aquí, puta sarnosa; ¿qué no entiendes que no quiero nada contigo?”
Dos tipos de seguridad me tomaron de los brazos para arras­trarme a la salida. Yo no dejé de patalear sin dejar de ver hacia la pista, como si tuviera la esperanza de que apareciera la mujer ideal, la que me distrajera y me regresara la paz. Justo en la puerta, una morena de cabello lacio –que atrajo toda mi atención y mi ser- salió bailando una canción de Luo Reed.
“Déjame entrar”, le dije al hombre de seguridad, “te prometo que no haré nada indebido...” “está bien, dos pasos atrás, nada más dime cómo se llama la morena de pelo lacio, la que baila la canción famosa de Lou Reed...” “Por favor, te pagaré lo que quieras.”
Enfurecido aventé un trozo roto de banqueta hacia la puerta y me fui sin escuchar los insultos que gritaba el hombre de seguridad. No recordaba dónde dejé mi auto, así que decidí caminar. Apenas eran las dos de la mañana.

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La calle estaba repleta de homosexuales besándose. Algunos sujetándose de la cintura, otros metiéndose entre sí las manos de­bajo del pantalón. Me acerqué a la ventanilla de la licorería, para pedir otra botella de güisqui, y uno de los homosexuales em­pezó a decir cosas, a hacer ruidos, gestos. Otro me apretó la entrepierna, como si se tratara de masa para tortillas e hizo una broma para sus amigos.
“Maricones, hijos de puta”, dije y se carcajea­ron.
“Tú lo que necesitas es una buena verga, papi”, respondió uno de ellos con voz afeminada.
No recuerdo qué respondí ni qué fue lo que hice, pero si recuerdo que tuve que correr, hasta que tuve que ocultarme en un callejón y recuperar aire. Ellos pasaron de largo sin verme.
Abrí la botella, tomé un trago y saqué mi celular. Lo observé. Cualquier cosa me permitiría, menos encenderlo.
Salí del callejón. Ya no había rastro de los homosexuales, ni de autos, ni de policías, ni de nada. Sólo ella, en tacones, caminando sobre la banqueta a un lado de los charcos.
Arcelia, me dijo que se llamaba. ¿Coincidencia? Puede ser. Una minifalda apretaba sus caderas, dejando entrever la parte inferior de sus nalgas. En el ombligo un piercing con forma de clavo atra­vesaba la parte más delgada de su piel. Sus senos no eran muy grandes, justo la medida de una mano... mi mano, la tuya, la de cualquiera.
Me preguntó si estaba borracho y le contesté que sí. Ella res­pondió que serían mil pesos incluyendo el cuarto de hotel, o seis­cientos si lo hacíamos en el “Zarco”.
No pregunté qué era el “Zarco”. Me sonó algo vulgar, así que opté por el hotel.
La seguí, a unos cuantos metros detrás, tal y como me lo indicó.
En el camino se topó con un tipo de camiseta blanca ajustada que comenzó a hablarle. Distinguí poco de lo que se decían, y me pareció escuchar la palabra “Zarco”, de nuevo.
Durante el tiempo que hablaron, el hombre no dejó de mirar­me ni yo a él, hasta que se acarició debajo del cinturón y eso me desconcertó. Volteé nervioso hacia una vagabunda que recogía latas del otro lado de la calle. El tipo de la camiseta ajustada se fue y Arcelia me indicó con un gesto que siguiéramos cami­nando.
Ella pidió la habitación y le dieron la llave. Yo pagué con un billete de quinientos y me devolvieron cien que guardé en mi pan­talón. Arcelia fue directo al elevador.
“¿Cuánto llevas de ser puta?”, pregunté, mientras miraba los foquitos numerados encenderse.
“¿Para qué quieres saber?”
Para hacer plática, pensé y saqué mi botella para tomar otro trago. Le ofrecí. Arcelia se negó sin decir una palabra. Levanté el ros­tro y miré la cámara falsa instalada en el elevador. Las puertas se abrieron.
En el pasillo la seguí a unos cuantos metros atrás, como si aún siguiéramos en la calle.
“¿Hace mucho que te gustan las putas”, me preguntó, abriendo la puerta de la habitación.
“Sólo desde que me casé.
Arcelia entró al baño. Tomé el control remoto y prendí la tele­visión. Cuando salió, su expresión había cambiado, fingiendo ex­citación, se había dejado sólo la ropa interior, mostrando un buen bronceado, poca grasa en el cuerpo y una tanga que hacía evidente lo que no quería ver de ella.
En mi rostro debe haberse notado mi rechazo, porque en su rostro yo noté mi desilusión.
“Siéntate conmigo”, le dije sin poder esconder el tono briago de mi voz.
Caminó como si se encontrara avergonzada, acariciando sus brazos, como si el frío la hubiera invadido. Se sentó en la orilla de la cama.
“¿Estás decepcionado?”, me preguntó y yo negué con la cabe­za.
“De todos modos estoy tan ebrio que ni siquiera hubiera podi­do”, respondí.
“No necesitas ser tú el que puede”, me dijo mientras acariciaba su arete.
Sonreí y me levanté.
“¿Por qué te haces llamar Arcelia?”, le pregunté.
“Ese era el nombre de mi madre”.
Saqué mi cartera y le di dos billetes de mil.
“Ven cuando quieras”, me dijo. “Si necesitas algo, platicar, lo que sea”.
Salí del hotel, sintiéndome más borracho que nunca. Prendí el celular. Veinte mensajes de voz y noventa y nueve mensajes escritos. Con una función del teléfono borré todos los mensajes escritos sin leerlos. El buzón de voz lo dejaría para después.
Marqué un número. Nadie contestó. Volví a marcar.
“De seguro eres tú”, respondió una voz aguda.
“Sí, soy yo”.
“¿Qué quieres?”
“Verte”.
“¿Estás tomado?”
“Ahogado”.
“Te vas a matar.”
“Voy en taxi, no sé dónde dejé mi auto.”
“Trae algo de tomar.”

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El departamento de Azalea es chico, repleto de afiches y minia­turas. Tiene cientos de discos de acetato, todos de grupos en in­glés que empezaron sus carreras en los años 70: “The Clash”, New York Dollis”, “Velvet Underground”, algunos colgados en la pared y la gran mayoría en los libreros. Su sala es vieja y huele a cigarro.
Se dirigió a la cocina sin decirme nada. Trajo un par de vasos con hielo que puso sobre la mesa.
“No te voy a preguntar dónde has estado”, me dijo, tratando de prender un cerillo húmedo.
“Quiero cogerte”, le respondí.
Comenzó a reír, como si tratara de provocarme con su risa.
“¿No te has enterado, verdad?”.
“¿De qué hablas?”, le pregunté. “
“¿Por qué no oyes los mensajes de tu celular? Me dijeron que te lla­marían”
Llamé. El primer mensaje era de Maritza, una mujer diez años mayor que yo, que escuchaba Bach mientras la ataba a la cama de su hermano muerto para después hacer con ella lo que yo quisiera. En el mensaje de voz, Maritza gritaba insultos que yo apenas en­tendía. El segundo mensaje era de Valdira, la ciega que trabajaba como florista. Ella, sin perder la postura, me pidió que le mandara sus pertenencias y que por favor no volviera a tratar de contactar­la. Luego Roxana, la mesera; Eugenia, mi secretaria; otras mujeres, cada una reclamándome en su peculiar manera de ser.
Llanto, desprecio, burlas. Algunas de ellas hablaron varias ve­ces, buscaban una explicación. Soportaban la idea de que yo estu­viera casado, pero no que fueran parte de una colección de aman­tes engañadas.
Escuché un mensaje tras otro, hasta llegar a uno que realmente me perturbó. Se trataba de mi esposa.
“Por qué”, preguntaba ella sin decir nada más.
Colgué y apagué el celular.
Azalea, sentada desde su viejo sillón verde, me miraba diver­tida. Su sonrisa era amplia, gozosa, como nunca antes la había visto.
“¿Cómo lo hiciste?”, le pregunté sin moverme.
“Sólo tú eres tan estúpido como para utilizar mi nombre como clave de tu correo electrónico; envié las cartas que me escribiste a tu lista de contactos y... listo. Se dieron cuenta del fraude que eres”
Azalea comenzó a reír, reír sin detenerse. Le pedí que callara, me ignoró; se lo pedí de nuevo y siguió carcajeándose; se lo grité y no pareció importarle... La golpeé en el rostro, la tiré al suelo y la pateé. Me alejé, poniendo mis manos sobre mi cabeza, asustado de lo que había hecho. Ella rió. Rió y me llamó fracasado. “Fracasado, fracasado, fracasado”.
Me acerqué a la puerta para irme.
“Mentiroso, mal esposo”, dijo alargando la última silaba y de inmediato me detuve. Ella sabía bien que ése era el punto exacto para desquiciarme.
“Impotente, mentiroso, mal esposo”, repitió desde el suelo, una y otra vez, riéndose y lanzando saliva, entremezclada con sangre.
“Eres un pobre hombrecito, tan mentiroso”, insistió.
Me di media vuelta y le atiné una patada en la cara. No me con­tuve. Me monté sobre su cuerpo, puse mis rodillas sobre sus bra­zos y la golpeé con mis palmas en las mejillas. La tomé del pelo y le arranqué un par de mechones. Se quejó. Yo le grité a unos cuan­tos centímetros de su cara: “Bestia, perra, drogadicta”. Estuve a punto de golpearla en la nariz, pero me miró con miedo. Bajé el puño. Me puse de pie, preguntándome en voz alta, “qué hice, qué hice”, dando vueltas y sin poder detenerme. Ella se levantó caminó hacia mí, me abrazó y yo la abracé apenado, en trance, queriendo compensarla. Me dijo que no me preocupara, que todo estaría bien. Me tomó del rostro, para pedirme que me calmara. Yo era incapaz de escucharla. Insistió, apretándome los hombros con las uñas. Sentí sus labios sobre los míos. Me besó con fuerza por toda la cara. Sus labios buscaron tiernamente mi pecho, mi cuello, mis mejillas. Apreté su cuerpo entre mis brazos y la besé con prisa. Sentí amar­la, quererla, por fin atada a mí.
“Quiero tenerte adentro”, me dijo.
Ansioso le quité el pantalón. Lo jalé, tratando de quitarme el mío al mismo tiempo.
“¡Me la vas a meter!”, exclamó con furia.
En mí continuaba ese impulso de compensarla y hacerle daño al mismo tiempo. La excitación que experimenté no pude y creo que nunca podré compararla con ninguna otra. Ella quería que la sujetara, la aprisionara, como ser primitivo, iracundo, que tenía que ceder.
Mire su rostro sometido y al mismo tiempo satisfecho, que mos­traba su triunfo sobre mí. Ella lo había logrado. Me había reducido a su capricho. Azalea lamía las heridas en mis nudillos, su propia sangre por mi cuerpo. Entonces me detuve.
“¿Qué sucede?”, preguntó.
La dejé en el suelo y fui por mi ropa, mientras ella preguntaba alterada qué era lo que sucedía. No respondí. Ella volvió a decirme los mis­mos insultos de hace rato, mas no me importó. Fui hacia la puerta. Entonces suplicó que no me marchara. No me detuve. En la calle la oí rogar, amenazándome con quitarse la vida, hasta que un sollozo remplazó cualquier intento por detenerme. A lo lejos escuché su berreo.

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Debí hacerle caso al diablo. Él me lo advirtió.

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Compré la tercera botella de güisqui. Caminé durante horas hasta encontrar un lugar para comprar algo de ropa. Me cambié ahí mismo, en la tienda. Revisé mis pantalones y encontré los cien pesos que me habían dado de cambio en el hotel. No los metí a mi cartera, los guardé en mi pantalón. Sostuve el celular. Lo observé y me percaté de un detalle importante que no había tomado en cuenta. Hubo alguien, una mujer que no dejó mensaje en mi celular para reprocharme. Recuperé en gran parte ánimo. Contaba con veinte minu­tos para llegar a plaza Insurgentes, debajo del reloj gigante. Tomé un taxi y apresuré al chofer. Le prometí una buena paga y me hizo caso, sin embargo el tráfico impidió que acelerara.
Bajé un par de cuadras antes. Calculé que llegaría más rápido si corría. Una y diez. Cinco minutos para llegar.
Un policía me detuvo para indicarme que no había paso por la banqueta, que había que caminar por atrás, por la calle aledaña. No me importó. Brinqué la cerca y el policía no hizo mayor intento para detenerme. Esquivé un par de fosas y listo. Ahí estaba. Debajo del reloj gigante de plaza Insurgentes, vacío, sin que la chica de diecisiete estuviera ahí.
Esperé durante media hora. Entré a la plaza. Me dirigí a los es­tablecimientos de comida rápida y a lo lejos reconocí a mi esposa. Quise hablar con ella, pedirle una disculpa, pero me contuve al ver que estaba con el vecino de ojos claros, fundamentalista y herede­ro de una gran fortuna. Él le hablaba tiernamente, consolándola. Ella lo agradecía.

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Al salir del centro comercial, deambulé durante horas, tratan­do de reconstruir la escena de la noche anterior. ¿Dónde me persi­guieron los homosexuales y dónde me escondí? ¿Dónde conocí a Arce­lia parada a un lado de los charcos? Me pregunté.
Recorrí la calle varias veces. Luego fui al mismo hotel, pregunté por ella. Nada. No la conocían. Me animé a pre­guntar por el “Zarco”. El recepcionista me advirtió que no fuera ahí. Saqué doscientos pesos de mi cartera e insistí.

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A cinco cuadras del hotel se encuentra un edificio que debe­ría estar deshabitado. En la entrada principal dice: “Privada Ideal” con letras pequeñas y, abajo, con letras más grandes, dice “Zar­co”. Entro a un pasillo oscuro, con diversas habitaciones, algunas cerradas, o con —por lo menos— una persona recargada o sentada en el interior. Hombres con manchas de mugre en el rostro y en la ropa se aprietan los genitales al verme pasar. Prostitutas viejas ofrecen sus servicios con pereza. El aroma a amoniaco trata de es­conder la peste. En una habitación sin puerta, puedo ver a un travesti penetrando a un hombre pálido, delgado de las piernas pero con un abultado vientre, que tiene las manos sobre un colchón con manchas de agua. Esa imagen se tatúa en mi mente. Me da la impresión de un viejo ritual ejecutado por un ser mitológico mitad hombre mi­tad mujer.
“Si viene a ver, le va a costar”, me dice una anciana parada en medio pasillo.
A lo lejos reconozco al hombre de la camisa ajustada. Trato de seguirlo y entre más me adentré, más fuertes se hacen los ge­midos, los lamentos y el inusual llanto de un bebé. El suelo está mojado y mi pantalón se ha manchado de barro. Sigo caminando, hasta que dos jóvenes con ropa que huele a humedad se paran en­frente de mí. No me dejan pasar.
“Arcelia”, grito. Una prostituta me manda a callar. “Arcelia”, grito de nuevo. Un travesti me empuja y me tira al suelo.
“Aquí hay mejores, papito”.
Yo no respondo. Arcelia no aparece, tampoco el hombre de la camisa ajustada.
“Mejor váyase”, me dice la anciana.  
Uno de los jóvenes que huele a humedad trae un tubo en las manos. Yo me levanto y me doy media vuelta para irme.
Mientras voy saliendo, veo vomitar al hombre que era penetra­do por el travesti. Una de las prostitutas reclama porque el vomito le ha manchado las zapatillas. El joven con el tubo se acerca y gol­pea al hombre en la espalda. Me alejo sin mirar atrás.

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Aún es temprano para la vida nocturna, sin embargo el lugar al que quiero entrar abre desde la tarde para recibir a ejecutivos y empresarios, que salen de sus oficinas. Ahí está el mismo sujeto de seguridad que me reconoció la noche anterior, pero ya no soy un cliente especial. Me advierte que no puedo pasar. Insisto que me dé el acceso. Hace años que no suplico.
“Quiero ver a la morena de cabello lacio”, le digo; “la que baila la canción de Lou Reed”.
Ve mi ropa sucia y mueve la cabeza. Dos hombres más se acer­can para quitarme de la puerta. Uno me reclama por el pedazo de banqueta que aventé la noche anterior. No lo escucho. Pido que me deje entrar, que me deje asomarme para ver a la morena de cabello lacio. Quiero sobornarlo, pero me doy cuenta de que me han roba­do la cartera. Le ofrezco mi celular. Lo toma. Trato de pasar y no me lo permite. Dice que lo toma en prenda del daño que hice con el pedazo de banqueta. Amenaza con golpearme si no me largo de ahí.

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Llevo demasiado tiempo por esta zona. Meto las manos a los bolsillos y encuentro el billete de cien pesos que guardé por se­parado. Es lo último que traigo. Pasó por una tienda de objetos viejos y no lo pienso dos veces: entro. Me acerco al encargado y le pregunto cuánto cuesta el disco de acetato de Velvet Underground. Él me contesta que ochenta y cinco pesos.
  “Envuélvalo para regalo”


Tomado del libro Al Diablo Adentro, de venta en librerías Educal

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