viernes, 9 de diciembre de 2011

GARDENIAS



En la fotografía, los muchachos están parados en dos filas haciendo señas con las manos. Hasta enfrente, sentada en la banqueta, hay una mujer de blusa amarilla de tela ligera, que ella misma cosió. Esa mujer me arropó, me en­señó a ser responsable y me regañó cuando me lo merecía. Sí, esa mujer es mi madre y en el pueblo la llamaban “La Gringa”. Yo no sabía el porqué de su apodo ni me la preguntaba. A mí me apodaban “El Gringuito”, aunque desde que nací fui moreno pero de ojos azul-claro, "como el color del mar antes del invierno" decía mi madre. Las ancianas del pueblo en la calle me llamaban “niño embrujado”, “engendro”, “hijo del diablo”, o de cualquier otra manera que se les ocurriera. “Pues acostúmbrense, señoras”, les respondía mi madre, “que mi hijo no va a irse a ninguna parte”. Con el tiempo se cansaron de molestarme, sin embargo nunca terminaron de aceptarme por completo.
Esa noche, yo tomé la fotografía. Festejábamos el regreso de Brasilia y aquello era un motivo para estar alegres. En casi tres años nadie había recibido noticias de él, las an­cianas habían propagado el rumor de que había muerto en el desierto o que se había casado allá del otro lado. Yo estaba dormido cuando mamá entró a mi habitación y de improviso encendió la luz, como si algo grave sucediera.
“Levántate mhijo, que regresó Brasilia”, dijo con el aliento en­trecortado. “¡¿Qué no te acuerdas de Brasilia?!”
Y claro que me acordaba de él. En su ausencia, mi madre me relató, una y otra vez, que él años atrás nos había prestado dinero para pa­gar nuestras deudas. De no haber sido por eso habríamos perdido nuestra casa y no sé qué habría pasado con nosotros dos.
Cuando mamá encendió la luz, disimulé estar dormido. Ella supo que fingía y me amenazó con no cocinarme en una semana en caso de que no la acompañara. Me quejé con un gemido y me volteé al otro lado. De inmediato ella trató de extorsionarme, recordándome lo peligroso que era para una mujer andar sola de noche. Yo tapé mi cabeza con la sábana. Ella, al darse cuenta de que nada de eso funcionaría, utilizó un tono más suave y prometió llevarme al mar la semana entrante. Me sen­té, tallé mis ojos y le sonreí en señal de aceptación.
La verdad yo estaba ansioso por ver a Brasilia y al resto de los muchachos. Pero ese juego con mi madre, en el que ella me con­vencía de hacer algo que de todos modos terminaría haciendo, era una vieja costumbre entre nosotros. Momentos como esos me ayudaron a nublar el recuerdo de su declive físico, cuando la en­fermedad sobrevino y su cuerpo se deterioró por completo.
Salimos hacia la casa de mi primo, donde se llevaría a cabo la celebración. Aquel lugar se encontraba por los maizales, a un lado del mercado abandonado. Cuando estábamos a unos cien metros de llegar, pude ver a los muchachos en la calle. Habían sacado sillas y es­cuchaban música que salía de un auto deportivo antiguo, recién pintado de azul con dos franjas blancas diagonales que lo atravesaban. Alguien gritó: “¡Ahí viene La Gringa!”, y los muchachos chi­flaron y adularon a mi madre. Ella corrió para abrazar a Brasilia. Yo seguí caminando despacio, como si no tuviera prisa, hasta que mi primo me gritó: “Apúrale, huevón”. Caminé más rápido pero no corrí. Él me abrazó y me levantó. Le pedí que no lo hiciera, que me avergonzaba, pero no le importaron mis reclamos. Ya estaba borracho.
Cuando por fin dejó de abrazarme, volteé a todos lados para buscar a mi madre. Nunca habría imaginado la inmensa alegría que se veía en su rostro al estar cerca de Brasilia, era como si sus ojos rejuvenecieran y su sonrisa se alargara, dejando entrever más de sus blancos y pequeños dien­tes.
“Ya, ya, ya”, les dije, y ellos voltearon a verme entre risas.
“¿Cómo estás Gringuito?”, me preguntó Brasilia. Yo quería abrazarlo y al mismo tiempo reclamarle por su ausencia. En lugar de eso, metí mis manos a los bolsillos de mi pantalón y miré al resto de los mucha­chos.
“Bien, estoy bien”.
Brasilia estuvo a punto de preguntarme algo más, pero en ese momento sonó una melodía que emocionó a mi madre. Ella lo tomó de la mano, lo jaló hacia ella y comenzó a bailar con ese estilo tan suyo, cerrando los ojos por unos cuantos segundos, como si pudiera sentir la música. Brasilia no dejó de mirarla mientras sonaba la canción de Botas Negras.
Cuatro años antes de esa noche, cuando yo apenas tenía siete, unos hombres en camionetas sin placas llegaron al pueblo y se llevaron a tres de los muchachos de los que aparecen en la foto: a Muñeco, a Navajas y a Tlacuache.
A Muñeco lo llamaban así por la suerte que tenía con las muje­res del pueblo. Según entiendo, alguna de sus novias lo llamó una vez de esa manera y de ahí en adelante se le quedó el apodo, aunque tam­bién escuché la versión de que le decían así desde niño, porque se parecía al muñeco pintado en la parte trasera del estanquillo.
A Navajas se le distingue con facilidad en la foto porque no trae playera. Cuando tomaba, le daba por quitársela y bailar y gritar toda la noche, jugando con su navaja suiza que sacaba y metía en un estuche que traía colgado al cinturón. Él era el papá de Pedro, mi mejor amigo.
Y Tlacuache... de no haber sido por Tlacuache.
En la fotografía casi todos hacen señas con las manos. Algu­nos con más entusiasmo, otros por obligación. Eran gestos que Tlacuache había enseñado al resto de los muchachos. Las aprendió de una comunidad cercana al pueblo en la que vivió un tiempo. En ese entonces todavía no se les llamaban Maras.
“Muñeco, Navajas y Tlacuache, hicieron negocios con la per­sona equivocada; un rufián poderoso y de mirada sádica”, decía mi madre.
Según me contó, ellos tenían una deuda con ese rufián y no bastaba con hipotecar o pedir prestado para pagarle. Aparecieron una semana después con la cara hinchada y a Tla­cuache hubo que enyesarle las piernas. De ahí en adelante anduvieron serios, preocupados y respondiendo a cualquier pregunta con monosílabos, hasta el día en que los metieron presos.
Dos años después salieron libres.
“Los encerraron injustamente, Gringuito, los acusaron de un robo y un asesinato que ellos no cometieron, pero lo mejor será que te alejes de ellos”, me advirtió mi primo y yo no lo cuestioné; sin embargo, distanciarme no era una opción viable. Los hijos de Navajas (Pedro y Rosalía) eran los únicos amigos de mi edad que tenía; en la escuela los otros me rehuían por el color de mis ojos o por los rumores que las ancianas propagaban sobre mí.
Todas las tardes salía con Pedro. Como él era robusto, pecoso y peli­rrojo, tampoco tenía muchos amigos. Siempre proponía lo que haríamos. Dábamos vueltas por las caba­llerizas, recorríamos las ruinas del convento abandonado o cazábamos liebres. No había vez que no se lo ocurriera algo que hacer o que no hablara de cualquier cosa que nos viniera a la mente, de todo menos de su papá o de la cárcel. Cuando su padre salió libre, yo continué la amistad como si nada hubiese sucedido.
Rosalía, la hermana de Pedro, era la única mujer... bueno, la úni­ca niña que me había visto completamente desnudo, un día que su hermano y yo nadábamos en el río. Ella apareció de la nada ante nosotros y no reaccionó ante mi cuerpo flaco y húmedo o ante el color sonrojado de mi rostro, ni siquiera ante el torpe intento de taparme. Fue tanta mi vergüenza, que incluso varios años después, cada vez que recordaba ese momento o la veía desde lejos, sentía que una flama me invadía por todo el cuerpo y me paralizaba por comple­to.
“¡Gringa! Al rato tienes que bailar conmigo”, gritó mi primo.
Mi mamá afirmó moviendo el dedo índice, mientras tomaba un trago de mezcal. Siempre era lo mismo con mi primo. Le pedía a mi madre que al rato bailaran, sin embargo nunca lo hacía hasta que ella lo sacaba a jalones.
Alguien sacó una cámara y mi madre de inmediato nos orga­nizó. Nos puso en dos filas. Los más altos atrás, los medianos en medio, y ella iría conmigo hasta enfrente. Me negué y le dije que yo tomaría la foto; ella, conociendo mi necedad, no insistió. La pared del mercado abandonado les pareció un buen fondo. Conté hasta tres, los muchachos hicieron señas con las manos, salió el flash y la fiesta continuó. Pedro y Rosalía no salen en la foto porque esa noche se quedaron con su tía.
La fiesta iba bien. Primero jugamos a la serpiente sin cabeza, luego bailamos salsa, y hablamos horas sobre fútbol, hasta que Tlacuache y mi primo empezaron a discutir. De inmediato el gru­po se dividió en dos bandos, excepto por Brasilia que se mantuvo al margen del pleito. Mi madre hizo un intento de calmar la si­tuación, pero de nada sirvió. Mi primo estaba furioso, por alguna razón que yo desconocía, y trató de aventarse en contra de Tlacuache, gritándole “asesino”, una y otra vez. Algunos de los muchachos lo sujetaron y lo alejaron un poco. Tlacuache se dio la media vuelta pero mi primo gritó de nuevo: “¡Asesino, asesino!”. Tlacuache perdió la paciencia y respondió.
“Por eso La Gringa no se quedó contigo: por tu temperamento”.
Ese fue el detonante para que mi primo se aventara en contra de Tlacuache. Los otros intervinieron y se armó la riña. Mi ma­dre me tomó del brazo e insistió en que saliéramos de ahí. Yo me rehusé. Sentí que debía intervenir, pero Brasilia me detuvo.
“Ahora lo que importa es sacar a tu madre de aquí”, me dijo viéndome a los ojos y confié en su palabra.
Abrió la puerta del auto azul con franjas blancas y me senté en el asiento trasero. Nada más nos alejamos unos metros se escuchó un tiro. Brasilia frenó. Mi madre bajó de inmediato y Brasilia y yo corrimos detrás de ella.
Mi primo estaba en el suelo sobre un charco de sangre que aumentaba de tamaño. Mi madre se agachó, para levan­tarle la cabeza y recargarlo sobre sus piernas. Tlacuache sostenía un revólver. Al ver lo que había hecho, soltó el arma y se adentró en los maizales. Detrás de él lo siguieron Muñeco y Navajas.
“Mira lo que te hicieron, mi niño”, dijo mi madre, acariciando el cabello de mi primo como si lo cuidara para dormirse, o como cuando él le pedía que le hiciera cariñitos. “Mira lo que te hicie­ron, amor”, dijo ella de nuevo y por primera vez la vi llorar.
Al funeral no fue ni Pedro ni Rosalía. Su papá había desapare­cido esa noche que mi primo murió. Yo me sentí muy solo. Los muchachos, las mujeres del pueblo y hasta las ancianas, pro­curaron a mi madre con esmero. Algo sabían que yo no. El único que se acercó a mí fue Brasilia. Me preguntó cómo estaba y yo le respondí que bien.
“¿Por qué estás distanciado de mamá?”, le pregunté y él se que­dó callado.
Me incomodé tanto que, para romper el silencio, le pregunté lo primero que se me ocurrió:
“¿Tú sabes por qué le dicen Gringa a mi madre?”
Brasilia me contó que mi madre, siendo una jovencita, llegó al pueblo acompañada de un hombre de Sinaloa al que apodaban El Gringo, un hombre cuarenta años mayor que ella, que se vino al pueblo con la idea de comercializar y exportar los productos locales. En esos días se pensaba que la carretera pasaría por ahí, que las fábricas extranjeras se instalarían y la suerte de la comunidad sería otra. El Gringo se arriesgó y puso el mercado que después quebró... Le pregunté a Brasilia por mi primo. Lo pensó por unos segundos antes de responder, después me miró a los ojos, con una mirada más tranquila que la de aquella noche, y despacio y con un tono serio afirmó. “Él no es tu primo”. Al escu­char eso confirmé lo que yo ya sabía.
Me dijo que mi supuesto primo fue un huérfano que vivió y tra­bajó en casa del Gringo, hasta que el Gringo murió y le heredó el terreno que está a lado del mercado. El Gringo a mi madre nada más le dejó deudas y la que fue nuestra casa.
“Entonces..., ¿El Gringo era mi padre?”, pregunté a Brasilia. Él observó a las personas que iban llegando al funeral, asegurándose de que nadie escuchara nuestra conversación.
El Gringo murió dos años antes de que tu madre se embara­zara de ti”.
En eso, una de las ancianas se paró enfrente de nosotros.
“Tu madre quiere que vayas con ella”, dijo sin mirarme directo a los ojos. Luego se marchó.
“¿Si él no era mi padre, entonces quién era?”, pregunté a Bra­silia.


Tres días después me encontré a Pedro en el viejo convento. No habíamos podido hablar sobre lo sucedido y su padre había desaparecido. Pedro tomaba una piedra detrás de otra y las aventaba con fuerza, sin voltearme a ver. Yo me senté a su lado, lo observé en silencio, mientras las parvadas de pájaros cruzaban el cielo. De repente se detuvo y habló.
“Mi papá no es ningún asesino” murmuró.
“Pero Tlacuache sí lo es”, exclamé enojado.
Pedro volteó y gritó enfurecido:
“¿Mi padre no mató a nadie!”
“¡Mató a mi primo!”, contesté sin pensar”.
Pedro jaló mi camisa y forcejamos. Quería pegarle, y estoy seguro de que él también a mí. En ese instante llegó Rosalía y nos separó, parándose en medio de los dos.
“Tú mamá te busca”, me dijo, dándole la espalda a su herma­no.
En el trayecto hacia mi casa no saludé a nadie ni respondí cualquier llamado que me hicieran. Algunas de las ancianas, al verme tan alterado, dijeron entre sí que al fin el demonio me había poseído.
Cuando llegué a casa mi madre me preguntó si quería cenar pan dulce o tamales. Me senté en la sala sin decir palabra y ella se propuso a preguntarme de nuevo.
“¿Quién es mi padre?”, la interrumpí alterado.
En el funeral, Brasilia acabó con mis sospechas de que él era mi padre al contestarme que no lo sabía. Mamá me respondió que ése no era el momento para hablar sobre aquello.
“¿Era mi supuesto primo?”, la cuestioné. “¿Por eso Brasilia se fue, porque tú querías a otro?”
Mi madre calló, mirándome con desconcierto.
“¿Entonces él era mi padre?” Volví a insistir. Mi madre con tor­peza acomodó una silla y se sentó.
“No”, me respondió. “Él no era tu padre ni nadie de los mucha­chos”.
“Entonces, ¿quién era mi padre?”
Ella me miró y noté que sus ojos temblaban.


Han pasado ocho años desde la última vez que vine al pueblo. Traigo un ramo de gardenias entre las manos. Mi madre decía que no se iría a otra parte donde las gardenias no tuvieran ese olor dulce y ligeramente ácido, que les da la tierra de la región. Después del funeral de mi primo, ella enfermó. Los doctores sugirieron quimioterapia. Todo se vendió, incluyen­do la propiedad de mi primo —que me había heredado—, y nuestra casa. Durante meses cuidé de mi madre, poniéndole sueros e in­sistiendo en que tomara su medicina. Ella no quiso decirle a nadie sobre su enfermedad y Brasilia se marchó de nuevo antes de saber bien lo que sucedía con la enfermedad. Cuando supliqué a mi madre que hiciéramos otro in­tento en el hospital de la capital, ella se rehusó.
Años después me gradué de la preparatoria y gané una beca para estudiar medicina. Pedro se casó y puso un negocio para ex­portar artesanías y vender en los alrededores las gardenias a vacacionistas y visitantes. Su padre, después del asesinato, se fue a Estados Unidos con la excusa de ganar más dinero... Nadie volvió a saber de él.
El día que pregunté a mamá por mi padre, ella me contó que Muñeco, Navajas y Tlacuache, habían ido presos por un crimen que mi primo también había cometido. Se habían involucrado con el hombre equivocado, un rufián poderoso y de mirada sádica, de ojos azul-claro como el mar antes del invierno: mi padre. Ella me contó que algo había salido mal en un negocio sucio y mi padre culpó a Tlacuache por la muerte accidental de uno de sus emplea­dos y, encima de todo, los muchachos quedaron debiéndole mucho dinero. Mi madre trató de intervenir para liberarlos de la deuda, pero no logró convencerlo. Mi padre le ofreció la oportunidad de salvar a uno de los muchachos y ella eligió a mi primo. Debido a esto, Tlacuache pensó que mi primo había quedado libre por soplón. Por otro lado, mi primo jamás perdonó a Tlacuache por haber provocado la muerte accidental del empleado de mi padre. Nadie habría ido preso de no ser por aquella equivocación. La noche en que tomé la fotografía, los rencores salie­ron a flote.



El pueblo ha cambiado demasiado, ha crecido y ya no es una provincia de rancherías. Las ancianas que aún quedan me ven pasar, no me salu­dan y murmuran entre ellas. Toco el timbre de una casa antigua si­tuada en el centro. Rosalía abre, regalándome una tímida sonrisa.
“Pasa”, me dice y yo entro sin decir nada más. “En el cuarto del fon­do... Cambié las cosas de lugar”, agrega.
En mis manos traigo el ramo de gardenias que aprieto contra mi pecho. Cuando llego a la habitación, veo las blusas de tela ligera que mi madre tejía, sus discos de acetato, los adornos de porce­lana y, sobre el buró, la fotografía de los muchachos, que observo con cuidado. Puedo sentir a mi madre, verla bailar a la mitad del cuarto, con ese estilo tan suyo y cerrando los ojos por unos cuan­tos segundos, como si pudiera sentir la música. La realidad se hace presente y yo dejo a un lado las gardenias que llevaré en la tarde al panteón.
Rosalía desde la puerta me pregunta si necesito algo más. No encuentro la manera de agradecerle por todo lo que ha hecho por mí. Ella me dio un lugar dónde dormir cuando perdimos la casa, me apoyó cuando me quedé solo y, una vez que me marché a la capital, cuidó de las pertenencias de mi madre, sin hacerme más preguntas. Sin reprochar que la dejara.
“No, gracias”, respondo.
Ella sonríe y se va. En el momento en que cierra la puerta, me doy cuenta de que ante su presencia ya no siento esa flama de ver­güenza que invadía todo mi cuerpo y me paralizaba. Ya no soy más ese niño desnudo a un lado del río.







miércoles, 6 de julio de 2011

Velvet Underground

Fue una acalorada discusión.
Sí, sé que no debo usar frases trilladas como ésa, pero así es justo como me siento en este momento: como una oración no pensada, sencilla, dicha por otro y que aprendí en otro lugar, y que ahora utilizo después de tanta innecesaria verdad di­cha, entre Azalea y yo.
Ella está demente. Lo supe desde la primera vez que la conocí. Quizá en la segunda cita concreté mis sospechas, pero siempre lo supe, aún antes de conocerla. Y no cuestionen lógicas absurdas. Se los recomiendo. El diablo –en esa pequeña voz interna- me lo advirtió: Azalea está loca, más que cualquier otra persona que conozcas.
“Hay veces que el amor no es suficiente”, le dije por el micró­fono y ella me miró directo a la cámara web y con su voz un tanto chillona me preguntó:
“¿Entonces qué se requiere para que el amor sea suficiente?”
Hasta ese momento no me había fijado en la sonrisa desqui­ciada de Azalea, cuando abre los ojos y se encuentra poseída por una especie de cinismo descontrolado. Me quedé pensando en su pregunta y ella esperaba ansiosa una respuesta. Miré directo a la cá­mara y cambié el gesto desolado de mi rostro a uno de absoluta seriedad.
“Eso lo tendrás que averiguar tú sola, perra”, y desco­necté el msn.

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Media hora atrás Azalea me había insultado. Me había llamado hipócrita por haber pasado tiempo a su lado, en lugar de haberlo pasado con mi mujer. Me recriminó por llamarla insistentemente desde el día en que nos presentaron y por tratar, desde entonces, en complacerla con todo tipo de detalles.
Lo cierto es que tenía razón. No debí haber descuidado a mi esposa por una chiflada. Pero la razón traiciona y Azalea me hacía sentir una paz inexplicable... Pero antes de proseguir debo advertir que yo no soy ningún santo. Bastará confesar que a ella, a Azalea, como a otras mujeres, la enredé con una sarta de mentiras de las cuales nunca antes me había avergonzado. Le aseguré que jamás había sido infiel, le mentí sobre mi profesión, mis ingresos y mis problemas personales, para que confiara.
La quería atada a mí.  
Con Azalea, por alguna razón decidí no ir directo a lo sexual. Opté por tratarla como persona, interesándome en su amistad, procurándola. Le envié una docena de correos electrónicos ro­mánticos, agradeciéndole por la vitalidad que me inyectaba, por los momentos que compartíamos juntos y los cambios que había provocado en mi vida. En parte le seguía mintiendo y exagerando, como siempre, pero lo que sentía por ella era verdad.
¿Por qué con Azalea fue diferente? Tal vez yo evitaba a toda costa que nuestra relación fuera algo pasajero por el ánimo que despertó en mí. También pudo ser que todo fuera un capricho. No lo sé.
En la discusión la llamé drogadicta, perra, mani­puladora, bestia salvaje, y con cada insulto propinado, me sentía mejor. Azalea hacía lo mismo. Me llamaba mentiroso, arrogante, necesitado, impotente emocional, fracasado y, sin duda alguna lo que más me do­lió, mal esposo. Sus insultos no eran tan graves como los míos, sin embargo yo los resentía mucho más. Luego me mandó al carajo, apagó la cámara Web y se desconectó del msn.
No me fui a un bar o un prostíbulo en ese instante, porque al mismo tiempo chateaba con otra chica de diecisiete años.
Ella, la chica de diecisiete, de alguna manera se dio cuenta de que algo estaba mal conmigo y se preocupó. Mi debilidad provocó que le contara sobre el pleito con Azalea, y ella me preguntó si aquel pleito estaba relacionado también con mi esposa. Evité el tema y le dije que debía irme. La chica de diecisiete años se apre­suró y preguntó si todavía íbamos a vernos al día siguiente. Res­pondí que sí, que los planes seguían igual: a la una y cuarto de la tarde, debajo del Reloj gigante de plaza Insurgentes. En la ventana del msn apareció un icono de un zorrito lanzan­do besos. Yo le respondí mandándole una flor que se abría y se cerraba, interminablemente, listo para largarme. Entonces Azalea se conectó de nuevo.
Tal vez de haberla ignorado, de haberme ido, de haber apagado la computadora sin pensarlo, ella habría venido a mí pidiendo dis­culpas. Supuse esto cuando de nuevo me mandó una invitación para iniciar una conversación por cámara web y en la pantalla apareció alegre, radiante, como si la discusión de rato atrás la hu­biera llenado de energía.
Perra infeliz.
Yo continuaba decaído por sus insultos y ella no hacía otra cosa más que exaltarse y comportarse cariñosa y torpe, como si estu­viera ebria o drogada.

“Hubiéramos seguido discutiendo”, dijo repentinamente. “De tenerte enfrente te hubiera cogido tan rico”, remató.
Ese fue el colmo.
Por un lado, la chica de diecisiete continuaba mandándome men­sajes, preguntándome si todavía estaba ahí; por otro, Azalea se calentaba y quería coger debido al pleito que acabábamos de tener; y por otro, aparecía una nueva ventana, donde mi esposa me saludaba con un amoroso “Hola, mi vida”.
Yo no soy la clase de hombre que se merece mi mujer, alguien como el tipo ese de su trabajo, que educa a sus dos hijos pequeños él solo, o el vecino de ojos claros, fundamentalista y heredero de una gran fortuna, y que no pierde oportunidad para saludarla.
No le respondí a mi esposa y me concentré en la conversación con Azalea. La muy desquiciada se veía tranquila, trataba de com­padecerme utilizando un tono dulce y así mejorar las cosas entre nosotros. Yo respondí a una de sus disculpas con indiferencia, ella me preguntó alguna tontería y yo, todavía muy resentido, le respondí: “Hay veces que el amor no es suficiente”, y ella preguntó: “¿Qué se necesita para que el amor sea suficiente?”
“Eso es algo que tendrás que averiguar tú sola. Perra”, y me desconecté.

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Recién salí de mi departamento, en mi celular recibí una pri­mera llamada que no contesté. Era de mi mujer, seguramente des­concertada por mi abrupta salida del internet. Una segunda lla­mada, ahora de la chica de diecisiete. Una tercera, una cuarta, un mensaje de texto que no leí, una quinta, una sexta, más mensajes, y, en la séptima, Azalea.
“¿Qué quieres, Perra?”
“Que te mueras”, dijo y colgó.
Apagué mi celular, compré una botellita de güisqui, que tomé durante el camino, y subí a mi auto para dirigirme al Solid Gold. En la entrada, un hombre de seguridad me reconoció y me saludó, luego le dijo al gerente que yo era un cliente especial.
Pasé sin pagar entrada. Me sentaron en una mesa cerca de la pista. La botellita de güisqui se había terminado, así que pedí una copa de Coñac. La tomé de un trago. Las bailari­nas se fueron acercando, diciendo frases trilladas, sencillas, que alguien más dijo y que aprendieron de algún otro lugar... Azalea seguía en mi mente.
“Claro, nena, pide lo que quieras”... “Soy dueño de una empresa de papel”... “¿Un privado?... No sé... primero te veo bailar y después te digo”... “¿Que por qué no se me para?... porque no sabes mamarla... así que mejor vete.”
Vi una docena de mujeres. Las olí, tenté su piel, observé sus sexos bailar y estuve con algunas en privado. Ninguna tenía lo necesario para desaparecer la imagen de Azalea.
“No, no me gustas”... “Creo que te llaman por allá”... “Lárgate de aquí, puta sarnosa; ¿qué no entiendes que no quiero nada contigo?”
Dos tipos de seguridad me tomaron de los brazos para arras­trarme a la salida. Yo no dejé de patalear sin dejar de ver hacia la pista, como si tuviera la esperanza de que apareciera la mujer ideal, la que me distrajera y me regresara la paz. Justo en la puerta, una morena de cabello lacio –que atrajo toda mi atención y mi ser- salió bailando una canción de Luo Reed.
“Déjame entrar”, le dije al hombre de seguridad, “te prometo que no haré nada indebido...” “está bien, dos pasos atrás, nada más dime cómo se llama la morena de pelo lacio, la que baila la canción famosa de Lou Reed...” “Por favor, te pagaré lo que quieras.”
Enfurecido aventé un trozo roto de banqueta hacia la puerta y me fui sin escuchar los insultos que gritaba el hombre de seguridad. No recordaba dónde dejé mi auto, así que decidí caminar. Apenas eran las dos de la mañana.

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La calle estaba repleta de homosexuales besándose. Algunos sujetándose de la cintura, otros metiéndose entre sí las manos de­bajo del pantalón. Me acerqué a la ventanilla de la licorería, para pedir otra botella de güisqui, y uno de los homosexuales em­pezó a decir cosas, a hacer ruidos, gestos. Otro me apretó la entrepierna, como si se tratara de masa para tortillas e hizo una broma para sus amigos.
“Maricones, hijos de puta”, dije y se carcajea­ron.
“Tú lo que necesitas es una buena verga, papi”, respondió uno de ellos con voz afeminada.
No recuerdo qué respondí ni qué fue lo que hice, pero si recuerdo que tuve que correr, hasta que tuve que ocultarme en un callejón y recuperar aire. Ellos pasaron de largo sin verme.
Abrí la botella, tomé un trago y saqué mi celular. Lo observé. Cualquier cosa me permitiría, menos encenderlo.
Salí del callejón. Ya no había rastro de los homosexuales, ni de autos, ni de policías, ni de nada. Sólo ella, en tacones, caminando sobre la banqueta a un lado de los charcos.
Arcelia, me dijo que se llamaba. ¿Coincidencia? Puede ser. Una minifalda apretaba sus caderas, dejando entrever la parte inferior de sus nalgas. En el ombligo un piercing con forma de clavo atra­vesaba la parte más delgada de su piel. Sus senos no eran muy grandes, justo la medida de una mano... mi mano, la tuya, la de cualquiera.
Me preguntó si estaba borracho y le contesté que sí. Ella res­pondió que serían mil pesos incluyendo el cuarto de hotel, o seis­cientos si lo hacíamos en el “Zarco”.
No pregunté qué era el “Zarco”. Me sonó algo vulgar, así que opté por el hotel.
La seguí, a unos cuantos metros detrás, tal y como me lo indicó.
En el camino se topó con un tipo de camiseta blanca ajustada que comenzó a hablarle. Distinguí poco de lo que se decían, y me pareció escuchar la palabra “Zarco”, de nuevo.
Durante el tiempo que hablaron, el hombre no dejó de mirar­me ni yo a él, hasta que se acarició debajo del cinturón y eso me desconcertó. Volteé nervioso hacia una vagabunda que recogía latas del otro lado de la calle. El tipo de la camiseta ajustada se fue y Arcelia me indicó con un gesto que siguiéramos cami­nando.
Ella pidió la habitación y le dieron la llave. Yo pagué con un billete de quinientos y me devolvieron cien que guardé en mi pan­talón. Arcelia fue directo al elevador.
“¿Cuánto llevas de ser puta?”, pregunté, mientras miraba los foquitos numerados encenderse.
“¿Para qué quieres saber?”
Para hacer plática, pensé y saqué mi botella para tomar otro trago. Le ofrecí. Arcelia se negó sin decir una palabra. Levanté el ros­tro y miré la cámara falsa instalada en el elevador. Las puertas se abrieron.
En el pasillo la seguí a unos cuantos metros atrás, como si aún siguiéramos en la calle.
“¿Hace mucho que te gustan las putas”, me preguntó, abriendo la puerta de la habitación.
“Sólo desde que me casé.
Arcelia entró al baño. Tomé el control remoto y prendí la tele­visión. Cuando salió, su expresión había cambiado, fingiendo ex­citación, se había dejado sólo la ropa interior, mostrando un buen bronceado, poca grasa en el cuerpo y una tanga que hacía evidente lo que no quería ver de ella.
En mi rostro debe haberse notado mi rechazo, porque en su rostro yo noté mi desilusión.
“Siéntate conmigo”, le dije sin poder esconder el tono briago de mi voz.
Caminó como si se encontrara avergonzada, acariciando sus brazos, como si el frío la hubiera invadido. Se sentó en la orilla de la cama.
“¿Estás decepcionado?”, me preguntó y yo negué con la cabe­za.
“De todos modos estoy tan ebrio que ni siquiera hubiera podi­do”, respondí.
“No necesitas ser tú el que puede”, me dijo mientras acariciaba su arete.
Sonreí y me levanté.
“¿Por qué te haces llamar Arcelia?”, le pregunté.
“Ese era el nombre de mi madre”.
Saqué mi cartera y le di dos billetes de mil.
“Ven cuando quieras”, me dijo. “Si necesitas algo, platicar, lo que sea”.
Salí del hotel, sintiéndome más borracho que nunca. Prendí el celular. Veinte mensajes de voz y noventa y nueve mensajes escritos. Con una función del teléfono borré todos los mensajes escritos sin leerlos. El buzón de voz lo dejaría para después.
Marqué un número. Nadie contestó. Volví a marcar.
“De seguro eres tú”, respondió una voz aguda.
“Sí, soy yo”.
“¿Qué quieres?”
“Verte”.
“¿Estás tomado?”
“Ahogado”.
“Te vas a matar.”
“Voy en taxi, no sé dónde dejé mi auto.”
“Trae algo de tomar.”

#

El departamento de Azalea es chico, repleto de afiches y minia­turas. Tiene cientos de discos de acetato, todos de grupos en in­glés que empezaron sus carreras en los años 70: “The Clash”, New York Dollis”, “Velvet Underground”, algunos colgados en la pared y la gran mayoría en los libreros. Su sala es vieja y huele a cigarro.
Se dirigió a la cocina sin decirme nada. Trajo un par de vasos con hielo que puso sobre la mesa.
“No te voy a preguntar dónde has estado”, me dijo, tratando de prender un cerillo húmedo.
“Quiero cogerte”, le respondí.
Comenzó a reír, como si tratara de provocarme con su risa.
“¿No te has enterado, verdad?”.
“¿De qué hablas?”, le pregunté. “
“¿Por qué no oyes los mensajes de tu celular? Me dijeron que te lla­marían”
Llamé. El primer mensaje era de Maritza, una mujer diez años mayor que yo, que escuchaba Bach mientras la ataba a la cama de su hermano muerto para después hacer con ella lo que yo quisiera. En el mensaje de voz, Maritza gritaba insultos que yo apenas en­tendía. El segundo mensaje era de Valdira, la ciega que trabajaba como florista. Ella, sin perder la postura, me pidió que le mandara sus pertenencias y que por favor no volviera a tratar de contactar­la. Luego Roxana, la mesera; Eugenia, mi secretaria; otras mujeres, cada una reclamándome en su peculiar manera de ser.
Llanto, desprecio, burlas. Algunas de ellas hablaron varias ve­ces, buscaban una explicación. Soportaban la idea de que yo estu­viera casado, pero no que fueran parte de una colección de aman­tes engañadas.
Escuché un mensaje tras otro, hasta llegar a uno que realmente me perturbó. Se trataba de mi esposa.
“Por qué”, preguntaba ella sin decir nada más.
Colgué y apagué el celular.
Azalea, sentada desde su viejo sillón verde, me miraba diver­tida. Su sonrisa era amplia, gozosa, como nunca antes la había visto.
“¿Cómo lo hiciste?”, le pregunté sin moverme.
“Sólo tú eres tan estúpido como para utilizar mi nombre como clave de tu correo electrónico; envié las cartas que me escribiste a tu lista de contactos y... listo. Se dieron cuenta del fraude que eres”
Azalea comenzó a reír, reír sin detenerse. Le pedí que callara, me ignoró; se lo pedí de nuevo y siguió carcajeándose; se lo grité y no pareció importarle... La golpeé en el rostro, la tiré al suelo y la pateé. Me alejé, poniendo mis manos sobre mi cabeza, asustado de lo que había hecho. Ella rió. Rió y me llamó fracasado. “Fracasado, fracasado, fracasado”.
Me acerqué a la puerta para irme.
“Mentiroso, mal esposo”, dijo alargando la última silaba y de inmediato me detuve. Ella sabía bien que ése era el punto exacto para desquiciarme.
“Impotente, mentiroso, mal esposo”, repitió desde el suelo, una y otra vez, riéndose y lanzando saliva, entremezclada con sangre.
“Eres un pobre hombrecito, tan mentiroso”, insistió.
Me di media vuelta y le atiné una patada en la cara. No me con­tuve. Me monté sobre su cuerpo, puse mis rodillas sobre sus bra­zos y la golpeé con mis palmas en las mejillas. La tomé del pelo y le arranqué un par de mechones. Se quejó. Yo le grité a unos cuan­tos centímetros de su cara: “Bestia, perra, drogadicta”. Estuve a punto de golpearla en la nariz, pero me miró con miedo. Bajé el puño. Me puse de pie, preguntándome en voz alta, “qué hice, qué hice”, dando vueltas y sin poder detenerme. Ella se levantó caminó hacia mí, me abrazó y yo la abracé apenado, en trance, queriendo compensarla. Me dijo que no me preocupara, que todo estaría bien. Me tomó del rostro, para pedirme que me calmara. Yo era incapaz de escucharla. Insistió, apretándome los hombros con las uñas. Sentí sus labios sobre los míos. Me besó con fuerza por toda la cara. Sus labios buscaron tiernamente mi pecho, mi cuello, mis mejillas. Apreté su cuerpo entre mis brazos y la besé con prisa. Sentí amar­la, quererla, por fin atada a mí.
“Quiero tenerte adentro”, me dijo.
Ansioso le quité el pantalón. Lo jalé, tratando de quitarme el mío al mismo tiempo.
“¡Me la vas a meter!”, exclamó con furia.
En mí continuaba ese impulso de compensarla y hacerle daño al mismo tiempo. La excitación que experimenté no pude y creo que nunca podré compararla con ninguna otra. Ella quería que la sujetara, la aprisionara, como ser primitivo, iracundo, que tenía que ceder.
Mire su rostro sometido y al mismo tiempo satisfecho, que mos­traba su triunfo sobre mí. Ella lo había logrado. Me había reducido a su capricho. Azalea lamía las heridas en mis nudillos, su propia sangre por mi cuerpo. Entonces me detuve.
“¿Qué sucede?”, preguntó.
La dejé en el suelo y fui por mi ropa, mientras ella preguntaba alterada qué era lo que sucedía. No respondí. Ella volvió a decirme los mis­mos insultos de hace rato, mas no me importó. Fui hacia la puerta. Entonces suplicó que no me marchara. No me detuve. En la calle la oí rogar, amenazándome con quitarse la vida, hasta que un sollozo remplazó cualquier intento por detenerme. A lo lejos escuché su berreo.

#

Debí hacerle caso al diablo. Él me lo advirtió.

#

Compré la tercera botella de güisqui. Caminé durante horas hasta encontrar un lugar para comprar algo de ropa. Me cambié ahí mismo, en la tienda. Revisé mis pantalones y encontré los cien pesos que me habían dado de cambio en el hotel. No los metí a mi cartera, los guardé en mi pantalón. Sostuve el celular. Lo observé y me percaté de un detalle importante que no había tomado en cuenta. Hubo alguien, una mujer que no dejó mensaje en mi celular para reprocharme. Recuperé en gran parte ánimo. Contaba con veinte minu­tos para llegar a plaza Insurgentes, debajo del reloj gigante. Tomé un taxi y apresuré al chofer. Le prometí una buena paga y me hizo caso, sin embargo el tráfico impidió que acelerara.
Bajé un par de cuadras antes. Calculé que llegaría más rápido si corría. Una y diez. Cinco minutos para llegar.
Un policía me detuvo para indicarme que no había paso por la banqueta, que había que caminar por atrás, por la calle aledaña. No me importó. Brinqué la cerca y el policía no hizo mayor intento para detenerme. Esquivé un par de fosas y listo. Ahí estaba. Debajo del reloj gigante de plaza Insurgentes, vacío, sin que la chica de diecisiete estuviera ahí.
Esperé durante media hora. Entré a la plaza. Me dirigí a los es­tablecimientos de comida rápida y a lo lejos reconocí a mi esposa. Quise hablar con ella, pedirle una disculpa, pero me contuve al ver que estaba con el vecino de ojos claros, fundamentalista y herede­ro de una gran fortuna. Él le hablaba tiernamente, consolándola. Ella lo agradecía.

#

Al salir del centro comercial, deambulé durante horas, tratan­do de reconstruir la escena de la noche anterior. ¿Dónde me persi­guieron los homosexuales y dónde me escondí? ¿Dónde conocí a Arce­lia parada a un lado de los charcos? Me pregunté.
Recorrí la calle varias veces. Luego fui al mismo hotel, pregunté por ella. Nada. No la conocían. Me animé a pre­guntar por el “Zarco”. El recepcionista me advirtió que no fuera ahí. Saqué doscientos pesos de mi cartera e insistí.

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A cinco cuadras del hotel se encuentra un edificio que debe­ría estar deshabitado. En la entrada principal dice: “Privada Ideal” con letras pequeñas y, abajo, con letras más grandes, dice “Zar­co”. Entro a un pasillo oscuro, con diversas habitaciones, algunas cerradas, o con —por lo menos— una persona recargada o sentada en el interior. Hombres con manchas de mugre en el rostro y en la ropa se aprietan los genitales al verme pasar. Prostitutas viejas ofrecen sus servicios con pereza. El aroma a amoniaco trata de es­conder la peste. En una habitación sin puerta, puedo ver a un travesti penetrando a un hombre pálido, delgado de las piernas pero con un abultado vientre, que tiene las manos sobre un colchón con manchas de agua. Esa imagen se tatúa en mi mente. Me da la impresión de un viejo ritual ejecutado por un ser mitológico mitad hombre mi­tad mujer.
“Si viene a ver, le va a costar”, me dice una anciana parada en medio pasillo.
A lo lejos reconozco al hombre de la camisa ajustada. Trato de seguirlo y entre más me adentré, más fuertes se hacen los ge­midos, los lamentos y el inusual llanto de un bebé. El suelo está mojado y mi pantalón se ha manchado de barro. Sigo caminando, hasta que dos jóvenes con ropa que huele a humedad se paran en­frente de mí. No me dejan pasar.
“Arcelia”, grito. Una prostituta me manda a callar. “Arcelia”, grito de nuevo. Un travesti me empuja y me tira al suelo.
“Aquí hay mejores, papito”.
Yo no respondo. Arcelia no aparece, tampoco el hombre de la camisa ajustada.
“Mejor váyase”, me dice la anciana.  
Uno de los jóvenes que huele a humedad trae un tubo en las manos. Yo me levanto y me doy media vuelta para irme.
Mientras voy saliendo, veo vomitar al hombre que era penetra­do por el travesti. Una de las prostitutas reclama porque el vomito le ha manchado las zapatillas. El joven con el tubo se acerca y gol­pea al hombre en la espalda. Me alejo sin mirar atrás.

#

Aún es temprano para la vida nocturna, sin embargo el lugar al que quiero entrar abre desde la tarde para recibir a ejecutivos y empresarios, que salen de sus oficinas. Ahí está el mismo sujeto de seguridad que me reconoció la noche anterior, pero ya no soy un cliente especial. Me advierte que no puedo pasar. Insisto que me dé el acceso. Hace años que no suplico.
“Quiero ver a la morena de cabello lacio”, le digo; “la que baila la canción de Lou Reed”.
Ve mi ropa sucia y mueve la cabeza. Dos hombres más se acer­can para quitarme de la puerta. Uno me reclama por el pedazo de banqueta que aventé la noche anterior. No lo escucho. Pido que me deje entrar, que me deje asomarme para ver a la morena de cabello lacio. Quiero sobornarlo, pero me doy cuenta de que me han roba­do la cartera. Le ofrezco mi celular. Lo toma. Trato de pasar y no me lo permite. Dice que lo toma en prenda del daño que hice con el pedazo de banqueta. Amenaza con golpearme si no me largo de ahí.

#

Llevo demasiado tiempo por esta zona. Meto las manos a los bolsillos y encuentro el billete de cien pesos que guardé por se­parado. Es lo último que traigo. Pasó por una tienda de objetos viejos y no lo pienso dos veces: entro. Me acerco al encargado y le pregunto cuánto cuesta el disco de acetato de Velvet Underground. Él me contesta que ochenta y cinco pesos.
  “Envuélvalo para regalo”


Tomado del libro Al Diablo Adentro, de venta en librerías Educal

Link a página de facebook (darle click): AL.DIABLO.ADENTRO

domingo, 29 de mayo de 2011

Dios es borderline


DIOS ES BORDERLINE

Hoy murió Jessica
Sí, vi que escribiste algo al respecto. ¿Estás en guardia? ¿Cómo te sientes?
Raro, y sí, acá estoy
De qué murió?
De sepsis
=/
Es que… pobrecita. Era muy joven
Mmm… Escribamos algo.
Va!
Las reglas son las siguientes. Me vas a dar tus ideas, yo anoto, el resultado no te gustará nada, pero cuando lo publique vendrán los aplausos. 
No entendí
No importa.
Bien, ¿de qué escribimos?
De que Dios es Borderline.
¿Por inestable?
Exacto, ¿qué más?
Pues un criterio es hacer cosas desesperadas por no estar solo y Él hizo todo un universo para no estarlo 
Ajá.
O la torre de Babel, el diluvio universal, ese tipo de cosas… no sé tú, pero a mí me parecen actos impulsivos e inmaduros… Tampoco sé si se autolesione, pero el Nilo se tiñó de sangre de forma muy misteriosa...
¿Qué me dices de las tragedias y de los milagros al azar? Eso es tan bipolar o al menos ciclotímico.
Sí, necesita mucha atención, es capaz hasta de crear zarzas ardiendo para conseguirla
Manipula según su capricho: puede no hablarnos por miles de años, si no requiere nada, pero cuando necesita algo se muestra demasiado desesperado y chantajista.
Y qué mejor ejemplo de victimización existe en la historia que “La Pasión”. Le encanta hacerse el mártir
La gran víctima a la que –según Él- todos, literalmente todos, le fallan.
Dios es border
Y de los graves. En un arranque, cuando menos lo pensemos y creamos que todo marcha bien, manda a todos y a todo a la fregada y se va por ahí a idealizar a otra especie.
¿Y si ya se suicidó hace siglos y nosotros ni en cuenta?
¿Y nada más existimos entre los berrinches que dejó la avalancha de su caótica existencia, y si no somos más que el desplante de un gran ser borderline que creía estar enamorado de nosotros, que creía estar herido por nosotros, que creía que no sufría tanto por nosotros, pero que todo era un engaño de su padecimiento?
En cualquier momento nos va a desaparecer y quién sabe cuántas otras humanidades habrá creado y desechado antes que a nosotros
Y por todas ha de haberse emocionado y sufrido tanto.
Debe romper ese ciclo. Pobre de Dios. ¿Cómo habrá resuelto su Edipo un sujeto que existe desde siempre y no tuvo mamá? 
Porque Él se ha vuelto su propia madre, según le han permitido sus infantiles y omnipotentes fantasías. ¿No es evidente su personalidad tan indefinida que nunca terminó de construirse y está tan fragmentada en varias identidades?
Sí, es cierto: por un lado es muy obsesivo, dicen que no se mueve una hoja de un árbol sin su consentimiento. Eso es muy patológico
Como lo es la necesidad excesiva que tiene de alabanzas y plegarias, y ni hablar de su abuso de sustancias como las almas.
Ha de tener una autoestima muy baja para requerir un coro de ángeles que lo alaben eternamente
O puede que sea… perverso. Después de todo, hay que tomar en cuenta su anormalidad en todo el campo de lo... sexual.
¿Qué diagnóstico le darías?
No lo sé, pero parece una estructura atípica de la personalidad borderline, con un alto riesgo de perder el control y de lastimarse a sí mismo, así como de lastimar a otros. Yo sugeriría que no se confiara mucho en Él, porque aunque afirme que todo está bajo control, y que todo es parte de un gran plan, a mí se me hace que no sabe ni qué quiere de sí.
Yo tengo una duda: Ese "plan" del que tanto habla, ¿es sólo un cuento, o es realmente una idea obsesiva, o es un franco delirio psicótico?
Se me hace una gran excusa disfrazada para todos sus desplantes… Pero hay que aceptar algo, también tiene su lado encantador.
Su gran necesidad por la humanidad nos hace sentir tan queridos
Y aunque no deja de cometer los mismos errores y no se quita las costumbres destructivas, se avergüenza y su sobrecompensación por querer remediar las cosas siempre es muy gratificante.
Después de todo te hace sentir parte de un todo
Se ha mantenido presente, a su modo, pero presente.
¿No lo estaremos justificando?
Posiblemente, pero es como la familia: es lo que hay.
Estamos en esto y no queda más que aguantar
No hay de otra.
No, no hay.
Tengo guardia
Y yo terapia.
Nos vemos
Nos vemos.










jueves, 21 de abril de 2011

Parejas o: “La imposiblidad de un amor de ensueño”

Ser parte de una relación de pareja y estar libre de egoísmos, anteponiendo el bienestar de la otra persona, con inteligencia, estando en los peores momentos, sin dejarse vencer por los fantasmas psíquicos, como las crisis, las dudas, los temores a envejecer o a no aprovechar lo suficiente otras oportunidades o a no haber vivido lo suficiente, incluso ser comprensivo y un héroe que protege al amor, que venera al ser amado y derrota a la rutina y a la costumbre -para no convertirse en una máquina que vive en la inercia- y otros tantos imposibles, no nada más sería un milagro, sino una acción inútil. Vamos, los milagros por algo se llaman así: porque suceden muy rara vez. Y que dos milagros (dos personas que piensen igual y tengan una madurez parecida) sucedan, y exista un tercer milagro que haga que esos dos milagros se encuentren y que por un cuarto milagro sean cabalmente compatibles, ya es pedir algo que no le va a pasar a casi nadie o a nadie... Si no lo hacen por ustedes, no pierdan su tiempo siendo tan perfectos. Quédense en la idea mediana casual de: “mejor lo que dure y la llevamos relajados”, con amorcitos tibios que nos ayuden a sobrellevar la pesadez de lo aparentemente inútil de nuestra existencia, y sin nunca confrontar los errores que provocan que las otras personas se alejen; o acostúmbrense a que el enamoramiento nada más sea el gancho que conecta a dos individuos por cuestiones del salvaguardo de la especie, para ver si pueden convivir y de ser posible se mantengan juntos por razones que nada tienen que ver con el amor. Somos niños que quieren ver hasta dónde y hasta cuándo soportan los demás nuestros horribles hábitos y cualquier banalidad nos apantalla. Hasta ahí llega la fuerza del amor.


miércoles, 20 de abril de 2011

Yo sé que no en el fondo te importo

Tomé tu recuerdo y lo trituré en finos fragmentos que habrían volado de haber soltado el mínimo suspiro. No se movieron ni un milímetro. Durante el proceso, no derramé ni una sola gota de sudor o llanto. Lo hice concentrado y con la frialdad de un cirujano, sin caer víctima de melancolías o trampas del arrepentimiento. Después, lo deposité en un frasco color ámbar que etiqueté con tu nombre y que enterré detrás de los ojos de un Buda olvidado. Ahora no quiero saber nada de tus labios, de tus palabras, de tus abrazos; me vienen sobrando tus fotografías, tu nombre, nuestra tiranía y tus recetas. Guarda tu sombra y llévate tus huellas delante tuyo. Déjame tranquilo en mi soledad y respeta la muerte que llevo a rastras. Si pasas por aquí, no hagas el intento de tocarme: un vidrio pardo me rodea y gran parte de mí reposa tranquila detrás de unos párpados milenarios; el resto, un suspiro leve lo esparció a los cuatro vientos, mientras, una torpe y descuidada lágrima tuya, cayó sobre mi recuerdo.

lunes, 21 de febrero de 2011

Narco-lepsia



Se puso una de las dos tangas de la ballena en la nariz. Inhaló como si tratara de absorber la esencia de la prenda y, un segundo después, dijo que aquello era una delicia. La aventó hacia mi cara. Le advertí que si volvía a hacer algo así, le rompería los dientes. Entonces, sin soltar el volante y viéndome por el retrovisor, tomó la otra tanga y la apretó en su puño. Mi corazón se aceleró y sentí el sudor recorriendo de mi sien hacia la mandíbula. Pibote volteó y la arrojó directo a mis ojos. Apreté los dientes e hice una mueca parecida a una sonrisa. Más que sonrisa, era el gusto de saber que podría desahogarme.
¿Por qué una mujer tan gorda saldría de fiesta con dos tangas puestas?, me pregunté mientras hacía que el auto perdiera el control

*

Encontré a Valentina dormida sobre un sillón redondo que parecía de piel de cebra. La jalé del brazo para sentarla y le grité su nombre al oído varias veces. Le eché mi bebida a la cara y abrió los ojos tratando de reconocer el lugar oscuro, con luces y repleto de gente bien vestida. Me miró con sus ojos de niña, esa eterna cara somnolienta, y me sonrió. Se sujetó de mi saco para ponerse de pie, pero, apenas se enderezó, de nuevo se quedó dormida. Traté de sostenerla pero cayó al suelo. Un tipo se acercó hacia mí aventando a la gente en su camino y me empujó tan fuerte que caí a un par de metros.
“¡¿Qué quieres con ella, puto?!”, gritó mientras sus amigos se burlaban de mí, de la situación, del loco de su amigo. No lo sé ni me interesó. Me puse de pie y caminé hacía Valentina para volver a tratar de levantarla, pero de nuevo el tipo se aventó hacia mí y vi cómo todo su cuerpo se preparaba para golpearme. Una parte de mi cara se volvió un sartén ardiendo que chorreaba aceite. En segundos yo estaba en el suelo con el sabor salado de la sangre que corría de mi lengua hacía mi garganta. Veía las luces de colores que se movían en el techo. Comencé a reír, reír como si aquello fuera otra gran broma. O al menos yo sentí que reía. El tipo que me golpeó siguió vociferando, luego escuché cómo una mesa se quebraba, gritos, insultos, botellas y vasos rompiéndose. No paré de sonreír. Sentía una gran calma como hace años no experimentaba. Giré el rostro y vi a Valentina tendida en el suelo. Había abierto los ojos, tal vez por el escándalo o las sillas cayendo casi a un lado de su cabeza, o por algún capricho de su enfermedad. Me sonrió como si nos encontráramos en la playa tomando el sol. Segundos después comenzó a roncar. Cerca de ahí un par de guardias gritaban claves por sus radios, pedían apoyo. Los pies de la gente corrían a mi alrededor, me arrullaban. La música no paraba de sonar: “Y a mí me volvió loco tu forma de ser, a mí me vuelve loco tu forma de ser”.
Alguien me tomó del brazo y me levantó. Raziel acercaba a mi cara sus ojos de depredador para examinarme. Podía oler su aliento a whiskey y ver las cicatrices en sus esqueléticos pómulos. Repitió mi nombre dos o tres veces hasta que le di a entender que lo escuchaba. Pregunté por Valentina y él me señaló a Pibote que la cargaba como a una novia inconsciente que se pasó de copas la noche de bodas. Pibote movía los labios despacio y muy cerca a los de ella, como si el muy marrano la quisiera enamorar en voz baja. Pero Valentina dormía y su conciencia andaba lejos, muy lejos de ahí.
“Tu egoísmo y tu soledad, son estrellas en la noche de la mediocridad”
El aceite escurría de mi boca: un delgado y alargado palillo rojo y brillante que esquivó las dos solapas de mi saco para manchar mi camisa. Del otro lado, tres guardias comenzaron a correr hacia nosotros. Raziel metió la mano debajo de su abrigo, sacó un arma y disparó al techo. Los gritos de terror ahora sí fueron honestos y no de histeria como lo de hace rato. Me dio gusto. Los guardias desaparecieron tan rápido como habían llegado.
“Viniste a mí, tomaste de mi copa, me sonreíste así, nadando en tu demencia. No sabía qué hacer, te traté de besar, me pegaste un sopapo y te pusiste a llorar”
“¿Dónde está Andrea?” me preguntó Raziel y no respondí. Esa estúpida se cree demasiado para lo que es. Me había olvidado por completo de ella, yo sólo podía cuidar de Valentina. Raziel puso mi brazo sobre sus hombros y mis piernas caminaron sincronizadas a cada paso que él daba. Disparó a un ramillete de luces que daban vueltas y la agudeza de su mandíbula cuadrada se esparció en una larga carcajada. Unos pasos adelante, recargado en una columna, estaba el tipo que había convertido mi rostro en sartén ardiente. Sus amigos ya no estaban ahí ni estaban burlándose de mí o de nadie. Tenía la cara hinchada, la ropa rota. temblaba y vomitaba comida revuelta en aceite como el que manchó mi camisa. Simuló no verme y al ver a Raziel conmigo empezó a temblar más. Volvió a vomitar ahora algo amarillo mientras mojaba sus pantalones. No pude preguntarle por qué me había golpeado, aunque supuse que lo hizo para lucirse o porque le va igual que a mí, sólo que él se enoja en lugar de perderse.
Afuera entré a la camioneta de Raziel. Juan Ignacio, desde el asiento del copiloto veía todo lo que sucedía sin inmutarse.
“Ya no te muevas de aquí”, me dijo Raziel, azotó la puerta y volvió a entrar al bar.
La puerta se abrió y entró Andrea con su vestido tan pegado, brillante y blanco, como si en el interior del antro no hubiera habido un caos. Hablaba tan alto como si todavía la música no me dejara escucharla, al mismo tiempo que se veía en el espejo y retocaba su maquillaje:
“¿Viste cómo le reventó (nombre de alguno de los idiotas con los que se lleva) la botella en la cara?“, dijo contoneándose excitada de un lado para otro como un perro nervioso.
“¿Quién te hizo eso?”, preguntó, se inclinó hacia mí, sujetó mi cara y estuvo tan cerca que pude oler su aliento de cigarro y ron con menta. “Quedaste deforme”, se carcajeó y empezó a bailar como si estuviera rodeada de los tipos que traten de tirársela. Raziel subió y arrancó apresurado siguiendo el convertible de Pibote hasta rebasarlo. Pude ver a Valentina que dormía sujetada por el cinturón de seguridad en el asiento del copiloto, con su cabeza colgando hacía un lado como si fuera una muñeca de trapo. Quise preguntarles qué fue lo que pasó, por qué se salió tanto de control o si los amigos de Raziel estaban bien, demostrar que no era tan indiferente como Juan Ignacio insistía, pero no tuve ánimos y nada más podía pensar en Valentina. Esa sensación de lejanía como si yo fuera un espectador más que observa inmóvil la película de su vida.
Raziel y Andrea revivían lo sucedido exaltados de felicidad. Yo miraba por la ventana y en mi cabeza seguía:
“Te vi llegar, del brazo de un amigo cuando entraste al bar”
“¿Hacia dónde vamos?” Preguntó Raziel a Juan Ignacio.
“¡¿Hacía dónde vamos ahora?!” Insistió.
“Vete a Las Lomas”, respondí. “A la casa del brasileño”.
El motor rugió con ese ruido que no hace más que ponerme nervioso, Andrea se acercó al asiento del piloto, rodeó con sus brazos a Raziel y le lamió la oreja sin importar que íbamos a 130 y pasábamos a centímetros de los otros autos, casi tocándolos. Nos detuvimos y Andrea bajó a comprar cigarros. Se formó en una fila de borrachos con los que hacía bromas. Comenzó a bailar con un par, restregándoles las nalgas, y la dejaron pasar en la fila. Luego volvió a subirse a la camioneta. Raziel sacó de su guantera la bolsa donde venían las grapas de coca y las metió en la bolsa interior del saco de Juan Ignacio.
“Traes sangre en la camisa”, le dijo, pero Juani no pareció escucharlo.

*

El brasileño recibe a sus invitados disfrazado de esclavo. Dos vampiros, un hada va de la mano de una Cleopatra demasiado alta como para tener los senos tan grandes. Lo saludan de beso en los labios.
“¿Que te pasú?”, pregunta al notar que mi cara es un sartén que había ardido. “Vengo disfrazado”, contesto y él ríe diciendo algo en portugués que no entiendo, pero por alguna razón me obligo a sonreír.
Una mujer desnuda con una serpiente de henna en el vientre baila sobre una mesa. Sus nalgas son tan lindas, pero lo más llamativo es que sus tetas son del tamaño correcto para su cuerpo. O del tamaño correcto para mí.
Me acerco a ella y toma un cigarro de marihuana de la montaña de cigarros que hay cerca de sus pies. Desde el rincón de la mesa un mulato de cara cuarteada deja de picar su coca, apunta sus ojos hacia mí, pone la mano en su entrepierna y la aprieta como si hiciera masa de tortillas. Siento en mi cuello un beso de unos labios divididos por una lengua que apenas acaricia mi piel. Volteo y unos ojos grandes de una caperucita roja con minifalda me sonríen.
“Soy Marina…”, dice y yo no tengo palabras. “No te acuerdas de mí, ¿verdad?”
No espera a que le responda, me lleva a bailar. Yo apenas y me muevo, no estoy muy animado. Me quita el saco y abre el botón de hasta arriba de mi camisa. “Quiero verte”, dice y me clava las uñas en el pecho con suavidad, como cuando checas que el pan que vas a comer no está duro. La música me es ajena.
Marina se da cuenta y me lleva a una de las salas de la casa para que nos sentemos. Pasa sus uñas por mi muslo, llega al botón de mi pantalón y lo derrota con dos movimientos. Pone una botella ámbar en mi nariz, inhalo mientras ella roza su lengua por mis testículos. Al fondo del pasillo distingo a Juan Ignacio. Mira por una ventana hacia el jardín trasero. Hay lágrimas en su cara, pero no se le ve afligido. Casi parece un maniquí, de no ser por el sudor que brilla en su frente.
“Te caíste al piso, me tiraste el pingüino, me tiraste el sifón y estallaron los vidrios de mi corazón”
El dolor relajante que avisa la eyaculación me doblega, sin embargo no puedo evitar venirme en su cara. Marina se reincorpora, pero no se marcha. Se limpia con el suéter de alguien que lo había dejado ahí, luego sigue hablando y quiere besarme.
¿Besarnos? ¿Para qué? Digo que tengo que ir al baño y me paro haciendo un esfuerzo para quitármela de encima. En el camino me encuentro al brasileño que me da una bebida rubí con fondo azul y una pequeña llama que tengo que soplar. La tomo y salgo hacia la alberca. Ahí está Raziel. Trae puesto un traje de baño que no sé de dónde sacó y una chica, que me parece chiapaneca de 16 años, le unta aceite hasta meter la mano debajo del traje, bajándoselo de vez en cuando. No puedo evitar ver el miembro largo y negro, como plátano macho pasado, de Raziel. Le pregunto por Valentina y me dice que sigue dormida en el convertible de Pibote. La chiapaneca que es más grande de lo que parecía hace una seña para que me siente con ellos. Me hago el distraído y busco a Pibote entre Frankeinsteins, Harry Potters, Jokers. Ignoro que a la distancia Raziel me ofrecía su celular para llamarlo. Encuentro a Pibote en los brazos de una mujer ancha, semidesnuda, que se pintó el cuerpo para su disfraz de ballena. Pibote no alcanza a rodearla con los brazos. La ballena no para de carcajearse mientras él la muerde y queda con la boca pintada de ese gris brillante. Pibote mete la nariz entre los senos y ella se carcajea sofocada quitándose el sudor de la cara. Luego de insistirle para que me diera las llaves de su auto, él busca con la mano la bolsa de sus pantalones y me las da sin dejar de besarla.
En el camino me topo con Marina que me reclama por dejarla sola. La llevo a la mesa de los cigarros de marihuana, saco una de las grapas de coca y comienzo a picarla. Marina se marcha llamándome marica. El mulato de cara cuarteada se acerca y me ofrece un popote de plata para inhalar, lo acepto aunque yo llevo pedazos de popote plástico conmigo. Inhalo. El mundo vuelve a ser rápido y escandaloso, pero de esos escándalos que sincronizan el palpitar de tus venas con la atmósfera. Al subir la cabeza por tercera vez, las tetas de Eva están a un lado de mi cara, Cleopatra la toma de la cintura y le baila por atrás, subiendo y bajando, sonríe al ver los detalles de su omóplato, su columna, el principio de las nalgas. Me pongo a bailotear con más energía con una Alicia negra con trenzas amarillas como yema de huevo. Estoy a punto de picar más coca acompañado de Eva y Cleopatra, cuando el mulato nos ofrece de la suya. Beso las tetas del tamaño correcto de Eva, Cleopatra besa a Eva, paso las manos por ambos cuerpos y, cuando todo parece ser diversión, a unos metros Raziel golpea en la cara a un tipo moreno con peinado de micrófono. La novia del micrófono grita y trata de patear a Raziel. Me causa tanta risa que me separo de Eva y Cleopatra y me dobló a carcajadas. El brasileño se acerca a mí y me dice: “Hace tantu que no ti veía reír”.
Tomo otro trago rubí con fondo azul y llamarada que él me da y sigo en lo que estaba. No sé cuánto tiempo después -dos minutos, media hora, tres horas- el Micrófono regresa con amigos y empieza a reclamarle a Raziel.
Me es indiferente. Fumo un cigarro. No intervengo cuando mis amigos están en problemas. Ellos sí lo hacen conmigo. No sé por qué.
Me disculpo con Cleopatra y Eva. Recordé a Valentina y me propongo a buscarla, pero en la puerta de la casa el mulato me sujeta del brazo y me arrincona con fuerza. Pensé que quería que le pagara su coca o que me había quedado con su popote de plata. Trata de poner mi mano sobre su cremallera. Me aparto y él saca una navaja para reclamarme algo que no me hace sentido. Desde ese punto, a través de una ventanita en la puerta, puedo ver a Valentina del otro lado de la calle, duerme. Camino hacia ella y a la distancia escucho que el mulato me insulta en voz alta. Ella tiene los ojos cerrados y el cabello colgando.
“Te vi bailar, brillando con tu ausencia sin sentir piedad. Chocando con las mesas. Te burlaste de todos. Te reíste de mí. Tus amigos escaparon de vos”
Abro el auto y me subo en el incómodo espacio de los asientos traseros. Le quito el cinturón de seguridad, recargo su cabeza en mí hombro y la calma que sentí en el suelo del bar regresa. Mis amigos salen corriendo de la fiesta. El mulato va tras de ellos y su cabeza se ha vuelto un sartén chorreante, mucho más chorreante que mi cara hace rato. Lo acompañan los amigos del micrófono. Pibote abre la puerta del auto y grita a Raziel:
“¡Está conmigo!”
Andrea sube de copiloto. Yo me paso para atrás y jalo a Valentina para que esté conmigo. El mulato se pone frente al auto y cuando Pibote acelera no le queda más que brincar para evitar que lo arrollemos.
Andrea y Pibote se divierten como bestias. Se ríen, se besan, se lanzan ruidos de emoción entre sí. Vamos rápido y Pibote se pone en la nariz una de las dos tangas de la ballena, como si tratara de absorber la esencia de la prenda y un segundo después dice que aquello es una delicia; luego la avienta hacia mi cara. Le advierto que si vuelve a hacer algo así le rompería los dientes. Entonces, sin soltar el volante y viéndome por el espejo retrovisor, toma la otra y la aprieta en su puño. Mi corazón se acelera y el sudor recorre de mi sien hacia mi mandíbula. La arroja directo a mis ojos. Aprieto los dientes y hago una mueca parecida a una sonrisa. Más que sonrisa, es el placer de poder desahogarme.
¿Por qué una mujer tan gorda saldría de fiesta con dos tangas puestas?
Me abalanzo contra él para golpearlo en la cara varias veces y el coche sale de control. Andrea me araña la espalda y el cuello tratándome de detener, pero sigo golpeando a Pibote que no sabe si defenderse o tratar de controlar el auto, hasta que nos hacemos acordeón contra un árbol. No sé cuánto tiempo quedé inconsciente, pero cuando despierto hay vidrios sobre mí, a mi alrededor, dentro de mí. Los demás están inconscientes, todos menos Valentina que había bajado y llama a urgencias desde su celular. Saco un trozo de parabrisas de mi pierna y voy hacia ella. Valentina camina hacia mí, al mismo tiempo que guarda en su sostén la bolsa de plástico con las grapas de coca. Antes de alcanzarla caigo arrodillado y apenas me sostengo de sus piernas. Ella me toma del brazo y me jala para levantarme. La camioneta de Raziel se estaciona a unos metros. Andrea baja del acordeón y me insulta con su cara hecha otro sartén chorreante. “Quedaste deforme”, le digo y la empujo. Cae sentada y hace una pataleta en el suelo.
“¡Pibote te salvó de la madriza que te iban a meter, puto malagradecido!”, grita desde el suelo.
Raziel me dice que hay que irnos.
Subo, cierro los ojos unos segundos y escucho la orquesta de ambulancias y patrullas que se acercan. Raziel acelera. Yo veo cómo dejamos atrás a Pibote y a Andrea.
“¿Hacia dónde vamos?”, pregunta.
Nadie contesta.
“¿Hacia dónde vamos, Juan Ignacio?”, me insiste de nuevo.
“Al hospital”, contesto sin voltear atrás.
El ronquido de Valentina y la tonada de la canción en mi cabeza me son suficientes. El accidente queda atrás y ya deberíamos estar durmiendo.