Si hay algo que no tolero, es a un pederasta cínico. Los tengo
aquí, frente a mí, haciendo lo que les divierte entre muebles caros de mal
gusto y obras de arte que no entenderían ni en un millón de años, y yo tengo
que aguantarme las ganas de soltarles una patada en la cabeza… Gran detalle invitarme
a este lugar para cerrar el trato. Casi todas las niñas han aprendido a simular
agrado por lo que hacen; otras, los que ellos llaman “las
mejorcitas”, tienen la mirada en otra parte, perdida, o como si trataran
de recordar algo que se quedó en la vida que tenían antes de todo esto. Y
si bien yo no estoy aquí por mis valores morales, si hay algo que no tolero, es
a un pederasta cínico.
La ciudad lleva meses sumergida en el tema
de las elecciones presidenciales. Al salir a la calle veo espectaculares,
panfletos, escucho gente hablando al respecto. Yo, me dedico a lo mío sin
ganarme problemas innecesarios. No suelo meterme en crímenes en los que suelan
atrapar a los culpables. Ese es mi parámetro: matemáticas simples. Calculo
cada cuánto atrapan al criminal en cada delito, lo dividido entre los días del
año y tomando en cuenta la cantidad de tiempo que tendría que pasar en la
cárcel, me da una idea de en qué asuntos debo involucrarme y en cuáles no...
Pero no fui a ver a los pederastas para ver cómo se divierten, fui porque su
protector –al que llamo el pederasta mayor– sabe bien que tengo la
habilidad para dirigir un grupo grande en fraudes, que soy el mejor en eso.
Para eso me invitaron a la mansión de Aristóteles: la casa de las niñas.
No hubo detalles, sólo una
negociación. Es demasiado el dinero que me van a dar, así que deduzco que
deben desearlo mucho. Por eso les pedí más y por eso me lo concedieron. La
mitad ahora y la mitad el día de las elecciones, antes de las doce de la noche.
No me gusta moverme en auto, pierdes contacto con la calle, te
vuelves presa fácil y dejas de reconocer la miseria corriente, esa insoportable
perspectiva en la que viven estos millones. Pero tengo mis trucos para que no
se vuelva una carga. De vez en cuando me doy algunos gustos. En un pequeño tubo
que parece de monedas, traigo una pila de pastillas. Todas ellas de sulfato de
talio. Las suelo regalar a los más miserables. Con esto se le quitará
el malestar por un buen rato, les digo. Y ellos me lo agradecen. Vale
unos cien, así que no vaya a desperdiciarlo, digo de manera
convincente y ellos, sonrientes, lo agradecen más. La dosis en cada pastilla es
doble, por si acaso se les ocurre compartirla. En cuestión de minutos presentan
los síntomas y en horas mueren. Pero no piensen mal, no todos ésos que amanecen
muertos en la calle son culpa mía. La miseria se encarga de los desafortunados en
un proceso mucho más lento, largo y lastimero que el que yo les doy… El sulfato
de talio no tiene color, olor, sabor, no necesita revolverse, pero lo más
importante: no hay cura y es indetectable. Bueno, si hay cura, pero –en el
remoto caso de que esta gente pudiese obtener atención médica– los mediocres
doctores del servicio público o privado, jamás sabrían qué es lo que le pasa a
su paciente y no sabrían darles el remedio: azul de Prusia, un simple pigmento
que sirve en las artes plásticas. Y el talio sí es detectable, pero después de
un complejo proceso de pruebas que deben ser tomadas antes de que la sustancia
desaparezca del cadáver.
Repito: siempre tomo el menor de los
riesgos.
En el metro escucho a dos viejos. Hablan
sobre lo terrible que sería que tal candidato corrupto quedara en el poder. Yo
sé que ese candidato sería peor de lo que ellos suponen, mucho peor. He
trabajado con tanta de su gente, que sé bien de lo que son capaces. Mi contrato
con ellos es simple: hacer un esquema que pudiera llevarse en diferentes
lugares del país, luego habría que conseguir a cincuenta defraudadores menores,
que yo conociera por su trabajo, para que a su vez movilizarán cada uno a unas
150-200 personas. El riesgo es inexistente y la paga es asombrosa. Los que
estén en la parte inferior de esta pirámide jamás me conocerán y yo soy el
vínculo entre los beneficiados y los que supervisarán el plan, y ambos lados
saben de sobra que sé cuidarme.
En la casa de Aristóteles me ofrecieron
tragos, una o más niñas –las que yo
quisiera sin costo alguno–, y el dinero de mi trabajo. Tomé el dinero,
sentí escalofríos al ver a las niñas y vi con asco la vitrolera de cristal
cortado de donde sacan un supuesto coctel afrodisiaco, especialidad de la casa. Yo he estado en la cocina de la casa de
Aristóteles y sé que ese coctel no se trata de otra cosa más que de jugos Jumex revueltos
en hielo, con una cantidad cuidada de Viagra, para que ninguno de
esos cerdos vaya a morirse de hipertensión. Ja, nada se perdería y nada
cambiaría si murieran. Tienen docenas de discípulos debajo de ellos, esperando
el momento indicado para tomar su lugar y robar como ellos roban. Muchos de
esos discípulos pasan sus grises carreras esperando ese momento que nunca
llega. Estos hijos de puta parecen inmunes a todo. Yo por eso decidí conseguir
lo que quería, lo que me ayuda a no volverme loco o a no perder la vida antes
de que mi carrera pase enfrente de mis ojos, esperando a que suceda un milagro.
No ha sido difícil ni tan arriesgado. Tipos como éstos han creado un sistema
que protege al que roba y mancilla al que se somete, y yo sé bien que para
pasarla bien y librarse de cualquier culpa, nada más es cuestión de encontrar
los huecos necesarios. En todos lados hay huecos. Yo soy bueno hallándolos, o
tal vez sólo personas como yo quieren buscarlos, aunque cualquiera podría hacer
lo que yo hago, si tuviera las ganas y la certeza de que no hay otra oportunidad
para tener lo que quiere, y sabiendo que si no lo tomas es porque te resignas a
dejar de existir sin haberlo tenido.
Los san juderos y su jodido olor a pegamento… ¡mierda! Son un
claro ejemplo de las pocas capacidades que puede tener un criminal y
convertirse así en la carne de cañón que protege a los realmente peligrosos. Dos
atraviesan el vagón para pedirle dinero a la gente. Muchos de los pasajeros en
automático les dan, algunos se hacen los que no oyen, pero luego de que los
hediondos insisten haciendo algún gesto burdo y violento, los que se resistían
sacan apresurados un par de monedas y se las dan. Cuando llegan conmigo,
les digo que le pidan a su puta madre. Se intimidan, se dan media vuelta y se
van rumiando insultos en mi contra. Los pasajeros que se percataron de lo
sucedido, se sienten avergonzados. Tratan de agraciarse conmigo y los ignoro.
No me extraña que a esta misma gente los que me contrataron vayan a jodérselos.
Lo que a esta gente le importa es sobrevivir el día, no pueden ni tienen cómo
mandar al carajo a quienes los pisan. No saben matemáticas simples, o no
quieren o pueden encontrar los huecos que yo encuentro. No me importa.
Afuera de la estación, recibo una llamada
lejos de la peste y del olor a sumisión. Es el pederasta mayor. Hace
semanas que no hablábamos y se oye algo preocupado. Me propone encargarme del
doble de casillas, utilizar más hombres. Yo analizo por un segundo y sé que no
es difícil: para que algo funcione, se necesita una buena cabeza y cálculos
fríos, y los números están por mucho a mi favor. Me pide que le haga un
descuento y le digo que necesitaré el triple de lo que habíamos acordado y que
la mitad la necesito ahora. El tono de mi voz evitó que tratara de negociar y acepta.
Deben desear mucho lo que están buscando con este triunfo. Hago llamadas para
que contacten a más criminales mediocres, el asunto es simple y lo resuelvo en
unos cuantos minutos. Mis subalternos tienen amigos o cómplices de sobra. Quieren
que les pague más y, por eso, sin que lo noten, les ofrezco la mitad de lo que les
había prometido. Lo anhelan demasiado. Ese es el problema de esta gente: sus
anhelos los tienen atajados de los genitales, tanto como para aceptar cualquier
cosa.
En menos de una hora todo está listo. Lo
que no, se irá resolviendo. Tengo monitoreados con cámaras los lugares donde
mis subordinados se reúnen con sus subordinados. Las pantallas están junto a
una televisión en la que voy checando las noticias. Veo en cada monitor que los
dirigentes se muestran severos con su gente, les dan instrucciones, son
precisos y abusivos. Cuando hay tanto de por medio, hasta la podredumbre hace
las cosas bien y se adapta. Son en total poco menos de veinte mil las personas
que participarán. Cada uno tiene que seguir el esquema que he calculado y
replicado. Mañana durante todo el día lo llevarán a cabo, luego servirán a
otros que los ocuparán en otras labores, junto a otros grupos por los cuales ya
no me pagaron. Pero eso ya no es asunto mío.
Es de noche y en la calle se puede oler la
pobreza. Cocinas con cochambre, sillones empolvados, coladeras destapadas, ligeras
fugas de gas, caca de perro acumulada en los patios. En esta colonia también
hay san juderos, pero estos ya aprendieron quién manda por aquí. Los veo de
lejos. Saldrán a robar, a conseguir lo que quieren. Al menos no son maras, esos
me exasperan. Jodida ciudad. No vale un centavo. Ni ellos, ni su gente, ni lo
que los pederastas van a robarles. Pero no puedo dejar de preguntarme por qué
lo desean tanto. Le pido su moto a uno de mis subordinados y
le digo que vuelvo en un par de horas. Voy a la casa de las niñas, esa casa que
fue construida por algún arquitecto al que ni reconocen ni valoran y que vale
el doble de lo que van a pagarme. En la entrada me dicen que ahí está el pederasta
mayor. Quiero que me dé respuestas, que me diga qué es lo que quieren
de esta gran basura. Pero el pederasta mayor está entretenido.
Esta vez se ha metido dos niñas y un niño a un cuarto. Uno de sus hombres
cercanos me pregunta que qué quiero, que si es urgente, que si necesito que lo
llame. Sé que este sirviente no hará nada de buena voluntad, así que le miento
y le digo que es importante para el plan que me digan por qué necesitan ganar.
Le digo que debo saberlo para hacer cálculos. Se lo digo con todas sus letras ¿Qué
quieren de esta estafa? El hombre baja la voz, se acerca y me dice: Entre
peor quede el país, mejor nos va a ir. Y señala del otro extremo de la
casa a alguien que conozco bien. Se supone que es el hombre más buscado, el que
todos quieren atrapar, y ahí está, contando chistes y carcajeándose a todo
pulmón, rodeado de prostitutas de trece-quince años y de los hombres más
poderosos de la política y del sector privado. Parece que tiene prisa, se
prepara para irse y desde lejos me reconoce. Hace años que trabajé con él y se
despide de mí poniéndose los dedos en la frente y retirándolos, algo parecido a
la mueca militar. El país ahora será suyo.
¿Quieres que llame al jefe? Me
pregunta el sirviente del pederasta mayor y yo digo que no.
Camino hacia una de las salas. Todo el mundo en ese lugar festeja el triunfo
como si ya fuese cosa segura. Los invitados en casa de Aristóteles hoy tienen
una mayor saña contra las niñas, se les ve al besarlas, al apretarles los
muslos, las tetas y las nalgas... Si hay algo que no tolero, es a un
pederasta cínico. Me dirijo al baño con un par de copas llenas del coctel
afrodisiaco, y con mi índice de metal
aplasto todas las pasillas de sulfato de talio sin color, sin olor, sin sabor,
no necesitan revolverse. Echó el polvo a las copas, regreso hasta la vitrola y
devuelvo el contenido de las copas al dichoso coctel.
Por mí pueden irse a la mierda junto al
país de mierda que los deja ser lo que son. Para el momento en que se hayan
dado cuenta del primer envenenamiento, la mayor parte de ellos habrá tomado
otra copa del coctel afrodisiaco. Voy a despedirme y me tomo mi tiempo. Me
gustaría tener la paciencia para ver las reacciones del primer envenenado o
verlos morir a todos, pero seguramente terminarán en el hospital y ahí el
espectáculo no será tan divertido.
Me subo a la moto y me marcho. Hay tantos
huecos en todas partes y nadie quiere darles algún uso, ni siquiera el uso
correcto. Llego con mi subordinado y, con la habitual calma y
frialdad que me caracteriza, le digo que el plan ha cambiado. Los mando a otra
parte a esperar instrucciones. Me pide algo de dinero y le digo que no habrá ni
un peso hasta que hagan su trabajo. Lo acepta rebajado. Es hora de largarse: no
cago en el traste que me da de comer. Pero otros sí lo hacen y el excremento se
está desbordando. Pienso en un par de huecos que me servirán para
marcharme sin mayor problema. En la televisión las noticias anuncian que el ex
gobernador de Puebla ha ido a parar al hospital y se encuentra grave. Sonrío.
Lástima que no haya cura. Bueno, si la hay, pero tardarán en detectar el mal y
esta cura sólo funciona en casos de que el envenenamiento sea descubierto a tiempo.
A este país nunca le ha gustado de verdad las bellas artes.
Cuento de Leonardo Garvas, extraído de la antología “Historias
Maravillosas”, editorial “Los hedonistas cansados”.