miércoles, 15 de agosto de 2012

La cura


Si hay algo que no tolero, es a un pederasta cínico. Los tengo aquí, frente a mí, haciendo lo que les divierte entre muebles caros de mal gusto y obras de arte que no entenderían ni en un millón de años, y yo tengo que aguantarme las ganas de soltarles una patada en la cabeza… Gran detalle invitarme a este lugar para cerrar el trato. Casi todas las niñas han aprendido a simular agrado por lo que hacen; otras, los que ellos llaman “las mejorcitas”, tienen la mirada en otra parte, perdida, o como si trataran de recordar algo que se quedó en la vida que tenían antes de todo esto. Y si bien yo no estoy aquí por mis valores morales, si hay algo que no tolero, es a un pederasta cínico.
La ciudad lleva meses sumergida en el tema de las elecciones presidenciales. Al salir a la calle veo espectaculares, panfletos, escucho gente hablando al respecto. Yo, me dedico a lo mío sin ganarme problemas innecesarios. No suelo meterme en crímenes en los que suelan atrapar a los culpables. Ese es mi parámetro: matemáticas simples. Calculo cada cuánto atrapan al criminal en cada delito, lo dividido entre los días del año y tomando en cuenta la cantidad de tiempo que tendría que pasar en la cárcel, me da una idea de en qué asuntos debo involucrarme y en cuáles no... Pero no fui a ver a los pederastas para ver cómo se divierten, fui porque su protector –al que llamo el pederasta mayor– sabe bien que tengo la habilidad para dirigir un grupo grande en fraudes, que soy el mejor en eso. Para eso me invitaron a la mansión de Aristóteles: la casa de las niñas.
No hubo detalles, sólo una negociación. Es demasiado el dinero que me van a dar, así que deduzco que deben desearlo mucho. Por eso les pedí más y por eso me lo concedieron. La mitad ahora y la mitad el día de las elecciones, antes de las doce de la noche.


No me gusta moverme en auto, pierdes contacto con la calle, te vuelves presa fácil y dejas de reconocer la miseria corriente, esa insoportable perspectiva en la que viven estos millones. Pero tengo mis trucos para que no se vuelva una carga. De vez en cuando me doy algunos gustos. En un pequeño tubo que parece de monedas, traigo una pila de pastillas. Todas ellas de sulfato de talio. Las suelo regalar a los más miserables. Con esto se le quitará el malestar por un buen rato, les digo. Y ellos me lo agradecen. Vale unos cienasí que no vaya a desperdiciarlo, digo de manera convincente y ellos, sonrientes, lo agradecen más. La dosis en cada pastilla es doble, por si acaso se les ocurre compartirla. En cuestión de minutos presentan los síntomas y en horas mueren. Pero no piensen mal, no todos ésos que amanecen muertos en la calle son culpa mía. La miseria se encarga de los desafortunados en un proceso mucho más lento, largo y lastimero que el que yo les doy… El sulfato de talio no tiene color, olor, sabor, no necesita revolverse, pero lo más importante: no hay cura y es indetectable. Bueno, si hay cura, pero –en el remoto caso de que esta gente pudiese obtener atención médica– los mediocres doctores del servicio público o privado, jamás sabrían qué es lo que le pasa a su paciente y no sabrían darles el remedio: azul de Prusia, un simple pigmento que sirve en las artes plásticas. Y el talio sí es detectable, pero después de un complejo proceso de pruebas que deben ser tomadas antes de que la sustancia desaparezca del cadáver.
Repito: siempre tomo el menor de los riesgos.
En el metro escucho a dos viejos. Hablan sobre lo terrible que sería que tal candidato corrupto quedara en el poder. Yo sé que ese candidato sería peor de lo que ellos suponen, mucho peor. He trabajado con tanta de su gente, que sé bien de lo que son capaces. Mi contrato con ellos es simple: hacer un esquema que pudiera llevarse en diferentes lugares del país, luego habría que conseguir a cincuenta defraudadores menores, que yo conociera por su trabajo, para que a su vez movilizarán cada uno a unas 150-200 personas. El riesgo es inexistente y la paga es asombrosa. Los que estén en la parte inferior de esta pirámide jamás me conocerán y yo soy el vínculo entre los beneficiados y los que supervisarán el plan, y ambos lados saben de sobra que sé cuidarme.
En la casa de Aristóteles me ofrecieron tragos, una o más niñas –las que yo quisiera sin costo alguno–, y el dinero de mi trabajo. Tomé el dinero, sentí escalofríos al ver a las niñas y vi con asco la vitrolera de cristal cortado de donde sacan un supuesto coctel afrodisiaco, especialidad de la casa. Yo he estado en la cocina de la casa de Aristóteles y sé que ese coctel no se trata de otra cosa más que de jugos Jumex revueltos en hielo, con una cantidad cuidada de Viagra, para que ninguno de esos cerdos vaya a morirse de hipertensión. Ja, nada se perdería y nada cambiaría si murieran. Tienen docenas de discípulos debajo de ellos, esperando el momento indicado para tomar su lugar y robar como ellos roban. Muchos de esos discípulos pasan sus grises carreras esperando ese momento que nunca llega. Estos hijos de puta parecen inmunes a todo. Yo por eso decidí conseguir lo que quería, lo que me ayuda a no volverme loco o a no perder la vida antes de que mi carrera pase enfrente de mis ojos, esperando a que suceda un milagro. No ha sido difícil ni tan arriesgado. Tipos como éstos han creado un sistema que protege al que roba y mancilla al que se somete, y yo sé bien que para pasarla bien y librarse de cualquier culpa, nada más es cuestión de encontrar los huecos necesarios. En todos lados hay huecos. Yo soy bueno hallándolos, o tal vez sólo personas como yo quieren buscarlos, aunque cualquiera podría hacer lo que yo hago, si tuviera las ganas y la certeza de que no hay otra oportunidad para tener lo que quiere, y sabiendo que si no lo tomas es porque te resignas a dejar de existir sin haberlo tenido.


Los san juderos y su jodido olor a pegamento… ¡mierda! Son un claro ejemplo de las pocas capacidades que puede tener un criminal y convertirse así en la carne de cañón que protege a los realmente peligrosos. Dos atraviesan el vagón para pedirle dinero a la gente. Muchos de los pasajeros en automático les dan, algunos se hacen los que no oyen, pero luego de que los hediondos insisten haciendo algún gesto burdo y violento, los que se resistían sacan apresurados un par de monedas y se las dan. Cuando llegan conmigo,  les digo que le pidan a su puta madre. Se intimidan, se dan media vuelta y se van rumiando insultos en mi contra. Los pasajeros que se percataron de lo sucedido, se sienten avergonzados. Tratan de agraciarse conmigo y los ignoro. No me extraña que a esta misma gente los que me contrataron vayan a jodérselos. Lo que a esta gente le importa es sobrevivir el día, no pueden ni tienen cómo mandar al carajo a quienes los pisan. No saben matemáticas simples, o no quieren o pueden encontrar los huecos que yo encuentro. No me importa.
Afuera de la estación, recibo una llamada lejos de la peste y del olor a sumisión. Es el pederasta mayor. Hace semanas que no hablábamos y se oye algo preocupado. Me propone encargarme del doble de casillas, utilizar más hombres. Yo analizo por un segundo y sé que no es difícil: para que algo funcione, se necesita una buena cabeza y cálculos fríos, y los números están por mucho a mi favor. Me pide que le haga un descuento y le digo que necesitaré el triple de lo que habíamos acordado y que la mitad la necesito ahora. El tono de mi voz evitó que tratara de negociar y acepta. Deben desear mucho lo que están buscando con este triunfo. Hago llamadas para que contacten a más criminales mediocres, el asunto es simple y lo resuelvo en unos cuantos minutos. Mis subalternos tienen amigos o cómplices de sobra. Quieren que les pague más y, por eso, sin que lo noten, les ofrezco la mitad de lo que les había prometido. Lo anhelan demasiado. Ese es el problema de esta gente: sus anhelos los tienen atajados de los genitales, tanto como para aceptar cualquier cosa.
En menos de una hora todo está listo. Lo que no, se irá resolviendo. Tengo monitoreados con cámaras los lugares donde mis subordinados se reúnen con sus subordinados. Las pantallas están junto a una televisión en la que voy checando las noticias. Veo en cada monitor que los dirigentes se muestran severos con su gente, les dan instrucciones, son precisos y abusivos. Cuando hay tanto de por medio, hasta la podredumbre hace las cosas bien y se adapta. Son en total poco menos de veinte mil las personas que participarán. Cada uno tiene que seguir el esquema que he calculado y replicado. Mañana durante todo el día lo llevarán a cabo, luego servirán a otros que los ocuparán en otras labores, junto a otros grupos por los cuales ya no me pagaron. Pero eso ya no es asunto mío.
Es de noche y en la calle se puede oler la pobreza. Cocinas con cochambre, sillones empolvados, coladeras destapadas, ligeras fugas de gas, caca de perro acumulada en los patios. En esta colonia también hay san juderos, pero estos ya aprendieron quién manda por aquí. Los veo de lejos. Saldrán a robar, a conseguir lo que quieren. Al menos no son maras, esos me exasperan. Jodida ciudad. No vale un centavo. Ni ellos, ni su gente, ni lo que los pederastas van a robarles. Pero no puedo dejar de preguntarme por qué lo desean tanto. Le pido su moto a uno de mis subordinados y le digo que vuelvo en un par de horas. Voy a la casa de las niñas, esa casa que fue construida por algún arquitecto al que ni reconocen ni valoran y que vale el doble de lo que van a pagarme. En la entrada me dicen que ahí está el pederasta mayor. Quiero que me dé respuestas, que me diga qué es lo que quieren de esta gran basura. Pero el pederasta mayor está entretenido. Esta vez se ha metido dos niñas y un niño a un cuarto. Uno de sus hombres cercanos me pregunta que qué quiero, que si es urgente, que si necesito que lo llame. Sé que este sirviente no hará nada de buena voluntad, así que le miento y le digo que es importante para el plan que me digan por qué necesitan ganar. Le digo que debo saberlo para hacer cálculos. Se lo digo con todas sus letras ¿Qué quieren de esta estafa? El hombre baja la voz, se acerca y me dice: Entre peor quede el país, mejor nos va a ir. Y señala del otro extremo de la casa a alguien que conozco bien. Se supone que es el hombre más buscado, el que todos quieren atrapar, y ahí está, contando chistes y carcajeándose a todo pulmón, rodeado de prostitutas de trece-quince años y de los hombres más poderosos de la política y del sector privado. Parece que tiene prisa, se prepara para irse y desde lejos me reconoce. Hace años que trabajé con él y se despide de mí poniéndose los dedos en la frente y retirándolos, algo parecido a la mueca militar. El país ahora será suyo.
 ¿Quieres que llame al jefe? Me pregunta el sirviente del pederasta mayor y yo digo que no. Camino hacia una de las salas. Todo el mundo en ese lugar festeja el triunfo como si ya fuese cosa segura. Los invitados en casa de Aristóteles hoy tienen una mayor saña contra las niñas, se les ve al besarlas, al apretarles los muslos, las tetas y las nalgas...  Si hay algo que no tolero, es a un pederasta cínico. Me dirijo al baño con un par de copas llenas del coctel afrodisiaco, y con mi  índice de metal aplasto todas las pasillas de sulfato de talio sin color, sin olor, sin sabor, no necesitan revolverse. Echó el polvo a las copas, regreso hasta la vitrola y devuelvo el contenido de las copas al dichoso coctel.
Por mí pueden irse a la mierda junto al país de mierda que los deja ser lo que son. Para el momento en que se hayan dado cuenta del primer envenenamiento, la mayor parte de ellos habrá tomado otra copa del coctel afrodisiaco. Voy a despedirme y me tomo mi tiempo. Me gustaría tener la paciencia para ver las reacciones del primer envenenado o verlos morir a todos, pero seguramente terminarán en el hospital y ahí el espectáculo no será tan divertido.
Me subo a la moto y me marcho. Hay tantos huecos en todas partes y nadie quiere darles algún uso, ni siquiera el uso correcto. Llego con mi subordinado y, con la habitual calma y frialdad que me caracteriza, le digo que el plan ha cambiado. Los mando a otra parte a esperar instrucciones. Me pide algo de dinero y le digo que no habrá ni un peso hasta que hagan su trabajo. Lo acepta rebajado. Es hora de largarse: no cago en el traste que me da de comer. Pero otros sí lo hacen y el excremento se está desbordando. Pienso en un par de huecos que me servirán para marcharme sin mayor problema. En la televisión las noticias anuncian que el ex gobernador de Puebla ha ido a parar al hospital y se encuentra grave. Sonrío. Lástima que no haya cura. Bueno, si la hay, pero tardarán en detectar el mal y esta cura sólo funciona en casos de que el envenenamiento sea descubierto a tiempo. A este país nunca le ha gustado de verdad las bellas artes. 



Cuento de Leonardo Garvas, extraído de la antología “Historias Maravillosas”, editorial “Los hedonistas cansados”.


3 comentarios:

MAR dijo...

Brillante.

MAR dijo...

BRILLANTE!.
Eres Xavier Velazco?

Unknown dijo...

Hola estimado señor Garvas. Quiero comentarle que he buscado el libro Al Diablo Adentro en todas las librerías Educal que he encontrado. Ninguna lo tiene. ¿Alguna otra manera de conseguirlo? Gracias.