El camino estaba formado por triángulos de mosaico que alternaban en amarillos y negros. Al mirar hacia atrás se percataron de la lejanía de su origen. Los climas eran cambiantes -como si pasaran de un ecosistema a otro- mas nunca en el trayecto vislumbraron forma de vida alguna. El guía, una y otra vez, insistía en la importancia de tomar las precauciones estipuladas en el contrato.
“Ambarmánido murió, está extinto”, esas fueron sus palabras. “¿No hay alternativa?”, esa fue mi respuesta. “Era el último”, añadió. Lo había dejado atrás, no le había quedado de otra en el momento en que los primitivos lo habían obligado.
De su cara sólo podía ver el perfil enjaulado en su propia historia. No es que no tuviera rasgos relevantes, pero su expresión no me recordaba otra cosa más que la de un animal enjaulado, así fuera entre el polvo que por días nos había rodeado o mientras la llovizna helada manchaba nuestra ropa de algún aceite extraño.
Llegamos al icosaedro, el primer edificio que se construyó en la guerra que propició la destrucción del Vaticano. En cada uno de sus veinte vitrales, los símbolos del nuevo mundo habían sido inscritos. Ahora, era una mera pieza de arqueología. Al entrar, por cada vértice de la construcción, se leía una frase en la nueva lengua:
Para una nueva religión, una nueva esperanza II, I
Tan Insospechado y transformable es el ser humano V, IV
Oscuridad que resplandece según los acontecimientos XI, II
Pero el enigma es también indescifrable para los más sabios VII, I
Oscilante como la mecánica del universo IX, II
Ante los ojos de los dementes el enigma perdura VI, V
Receptáculo, catalizador, destructor y constructor de energía XII, III
Las estructuras para controlar las costumbres I, VI
La destrucción no siempre es negativa III, VI
A veces, más bien necesaria; irrefutable IV, V
Tan victimario como víctima a la vez VIII, IV
Ruinas de una caja llena de contradicciones X, III
Una vez en el triángulo de base, detrás de nosotros se acercó una manada de borregos carnosos, ésos a cuyo pelambre jamás se le pega el polvo, que son rollizos como puercos, pero incomestibles: los primeros seres vivos que veíamos en meses. Un desfile de carnes intocables que al recordar los guisos que algún día pudieron haber sido, calcinaban el hambre en nuestras entrañas. Cualquier impulso parecía haber desaparecido justo el día en que supimos que no podríamos volver a satisfacerlo. O al menos cuando nos enteramos de lo difícil que sería volver a gozar de cualquier placer.
Cada vértice mostraba una fórmula demasiado compleja, no éramos la gente apropiada, los expertos se habían desvanecido kilómetros atrás en las sombras de los días rosados. Entre el balido de los animales y las figuras indescifrables, nuestra desesperación fue tan grande como el silencio en el que contemplamos la estructura que nos rodeaba.
Pizarnik mató al guía para después suicidarse con la carne de uno de los borregos. Eran las cuatro de la madrugada, según marcaba el reloj de sol en el triángulo superior del icosaedro. Anasandro con sus esposos -Yulembre, Anixadrón y Crimenestre- decidieron aproximarse al P.O.R.T.A.L. Galermo huyó con sus hijos Primecasto y Aponiante. Sabíamos que no había nada que pudiésemos hacer por ellos. Plurinante, Licantra y yo recorrimos el Icosaedro, viendo la cantidad de especies que ahí residían: restos de lo que la biotecnología había hecho perturbaban nuestro entendimiento. En el vitral central de cientos de metros había dos puertas que al abrirse ofrecían un panorama a la nada, un panorama de triángulos, un panorama bicolor. Del Este provenía el viento. El Norte no tenía fin. La geometría dibujaba límites intangibles en un campo energético manipulado.
El sol entró a las once de la mañana con la precisión de un bisturí; los cristales proyectaban los símbolos del nuevo mundo, el reflejo laceraba nuestras pupilas. El calor se filtraba como lombrices microscópicas hasta la médula de los huesos. Esperábamos, era lo único que nos quedaba hacer. Cuando la costumbre de la desgracia se vuelve un hábito, esperar es lo único que resta. En el momento en que el sol alumbró el vértice inferior -antes siempre oscuro-, vimos una piedra púrpura y transparente que preservaba a una persona como si aún se encontrara viva: el color, la humedad, la belleza del cabello, su sexo relajado sin el miedo de la desnudez.
Recordé la conversación con el guía: “Está extinto”, “¿No hay alternativa?”, “Era el último”. Como Ambarmánido, el hombre de la piedra púrpura había sido otra víctima de los primitivos que –como trofeo- adornaba el icosaedro cuando el sol llegaba a salir.
Plurinante no resistió el calor y murió en brazos de Licantra. Antes de morir dijo lo que sabía: Dios reside en el Icosaedro y no dejará que sus vidas se perpetúen, el omnipresente fue por fin descubierto por los primitivos y está aquí, puedo verlo, Él en verdad ha decidido el curso del universo, Él en verdad se ríe a carcajadas de todo lo que hacemos, es un dios oscuro ante los ojos del hombre, contrario a lo que nos han hecho creer. Dios es antinatura, ese es el logaritmo propuesto por los expertos, quien lo descifra muere, porque nadie puede asemejarse a este dios que escribe. Yo entonces pregunté ¿Dios puede oírte? ¿Puede leer tus pensamientos? Plurinante respondió con sus últimas palabras: Nada de eso, Dios no es todo poderoso, Dios no es infalible, existe sin embargo y mueve las piezas a su antojo, es nuestro mayor enemigo, somos inferiores porque él encontró la fórmula primero…
Vimos a jinetes descender del cielo en caballos blancos que arrancaron nuestros ojos y cortaron nuestras cabezas…
Foto de Raúl Tamez tomada por Hans Withoos
Texto de Raúl Tamez y Leonardo Garvas
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