martes, 25 de noviembre de 2008

Réquiem por un virus




Han pasado nueve años desde que falleciste, madre. Alguien me dijo que después de cierto tiempo tu muerte debería estar superada o si no mi cuerpo iba a empezar a deteriorarse. Supongo que el daño ya comenzó, porque desde hace algunos meses me quedé sordo del oído izquierdo, la dermatitis se extiende de mis párpados hasta mi frente, y últimamente tengo la irracional idea de amputarme el brazo izquierdo, que no para de dolerme sin ninguna explicación médica.
Hoy en la mañana salí de casa -nuestra antigua casa- con la excusa de buscar a mi padre, tal vez movido por la culpa de dejarlo solo este día, o tal vez porque  quería pasarlo con alguien. Como sea, no llegué con él. En el metro vi a un chico que traía una camisa sin mangas, delgado, moreno, de rasgos finos, él me vio de reojo y yo le sonreí. Al darse cuenta de que lo miraba volteó a otro lado, como si le incomodara lo que hacía. Insistí en tratar de hacer algún contacto silencioso, pero él siguió ignorándome, así que lo saludé y respondió algo en voz baja que no alcancé a escuchar. Quería decirle algo más, cualquier cosa, algo que llamara su atención, pero no se me ocurrió nada. Por segunda vez en el día, me sentí culpable al darme cuenta de que esa era la misma estación en la que conocí a Búho… Madre, si hubieras conocido a Búho estoy seguro de que te hubiera agradado. Es una persona tan inteligente y madura y no tiene todo eso que a ti te molestaba tanto de las otras personas.
El chico de la camisa sin mangas se mantuvo distante. Bajó algunas estaciones después y yo lo seguí. En el andén le pregunté si quería ir por un café. Estuvo a punto de rehusarse pero no lo dejé. Le hablé con familiaridad y le dije que sería algo sencillo, para conversar y conocernos y nada más para pasar el rato. Al fin sonrió un poco.
Alex, el nombre del adolescente con camisa sin mangas era Alex. No hay manera de compararlo con Búho, en ningún sentido, pero Búho no estaba en ese momento que tanto lo necesitaba. Y es que en estos nueve años, madre, no me había afectado tanto tu partida. Bien sabes que el estado de ánimo no se puede predecir y uno no puede estar preparado para las emociones y los recuerdos que en cualquier momento se presentan sin que uno pueda evitarlos. Desde temprano decidí detener la rabia que sentía y no podía expresar. Estuve a punto de aventar contra la ventana el trozo de madera que tallaba. Posiblemente hubiera sido lo mejor, tal vez hubiera confrontado todo esto que niego, pero como siempre no lo hice. En lugar de eso dejé con cuidado el pedazo de madera sobre el librero y guardé la gubia en mi pantalón… Con Alex no platiqué nada fuera de lo común. Fue lo que esperaba. El monólogo que dicen los más adolescentes, mentiras, un mayor apego de su parte hacía mí, entre más me tomaba confianza y más cómodo se sentía, y una extraña compasión de mí parte hacia él al escuchar lo que sin querer contaba o dejaba ver, cosas como la manera en que su familia lo despreciaba, el odio que algunos vecinos proyectaban en él y lo ingenuos que eran sus proyectos y sueños. Por alguna razón, siempre me relaciono con los que mal les va. Sé detectarlos, y cuando estoy cerca de alguno especial, algo sucede en mí que de inmediato me involucro. Como con Jorge. Desde la primera vez que lo vi sonriente en medio de la calle, con su semblante casi cadavérico, pero con un rostro tan dulce, supe que estaríamos juntos hasta el final. A mí me era indiferente darme cuenta que el dinero que él gastaba lo ganaba al irse con los hombres de las oficinas de los alrededores. Jugábamos fútbol en el parque, recorríamos la ciudad, nos metíamos a edificios abandonados a romper lo poco que todavía funcionara, y de vez en cuando algún hombre mayor le pedía que subiera a su auto. Nunca me entrometí en sus asuntos, sin embargo cuando me dejaba solo para irse a trabajar, sentía un vacío que hormigueaba en mi estómago. Desde entonces nunca me gustó regresar temprano a casa.
A Jorge lo dejé de ver por unos seis meses. No recuerdo qué problema hubo entre nosotros, pero cuando de nuevo lo busqué en casa de su hermana, ella, sin pensarlo demasiado, me dijo que había muerto un par de semanas antes… De algún modo Jorge se las arregló para que nadie, ni siquiera ella, se enterara de lo que tenía. Al final una enfermedad lo atacó y se expandió rápidamente. Todo fue cuestión de días, dijo ella. El médico le dejó saber que aunque la agonía fue dolorosa, a Jorge le preocupaba mucho que nadie lo viera en esas condiciones… Al chico de la camisa sin mangas le conté sobre Jorge. Imagino que lo hice tratando de alguna manera de prevenirle o tratando de que aprendiera algo. No me escuchó, cambió el tema a algo más simple y agradable y supuse que yo no tenía ninguna obligación de insistir. Tomamos demasiado café, comimos un par de pastelillos, que yo pagué, y hablamos hasta hartarnos. Cuando salimos de la cafetería me dijo que en su casa no había nadie.
Para ir a casa de Alex, había que salir de la ciudad. Su casa era una construcción sin acabados, de un solo piso, las calles no tenían pavimento y tardamos más de cuarenta minutos en llegar. Cuando entramos, él me miró el rostro con cuidado, analizándolo, como si buscara algo, como si quisiera predecir mi reacción. Sonreí y él demostró emoción. Su indiferencia de horas atrás había cambiado por una expresión similar a la de un niño, y sus ojos tristes me miraban con brillo. Tocó la punta de mis dedos con sus dedos y yo lo besé. Casi de inmediato me llevó a su habitación.
Mientras me vestía, Alex me apuntó su número telefónico en un papel. Yo anoté el mío, fingiendo una falsa caballerosidad, se había apagado el encanto y entre más lo escuchara hablar más me costaba disimular el fastidio. Necesitaba marcharme, no oír más sobre él, no volver a saber sobre él, pero entre más me alejaba más se obstinaba en acercarse. Me pidió que lo abrazara y respondí que no lo haría. Volvió a insistir y perdí el control. Salí de mis cabales y lo empujé con brusquedad. Creí que al estar a su lado iba a dejar de sentir esta tristeza, olvidar tantos recuerdos que vienen a mi mente, una y otra vez, tantas horas que compartí contigo, madre, envolviéndome en ese universo tuyo de historias del que era cómplice, cada noche rescatándote de tu inconsciencia y de día desconcertado por esos impredecibles arranques de ira que sufrías y llevabas días tratando de dejar de beber. Quería alejarme del dolor, de la pérdida, de la tristeza a la que me sumí por cuidarte desde que era un niño, sin embargo todo eso es imposible de borrar.
Salí deprisa de aquel lugar. El problema de agotar recursos es que uno cada vez inventa maneras menos razonables o lógicas para sobrellevar cada segundo… Salí de casa de Alex y fui hacia Zona Rosa para buscar a Saúl. Él no es mi amigo y nunca lo conocí bien. Yo era amigo de su hermano Ernesto. Ahora que me viene a la cabeza el rostro pálido y el cuerpo débil y tembloroso de Ernesto, recuerdo la razón por la que dejé de hablar con Jorge. Yo estaba cansado de esa rutina, donde cada tarde y noche ya casi nunca eran para divertirnos sino de caos, vergüenza, cansancio, incomodidad, cuando la conciencia apenas pone atención a lo que sucede. Me alejé de él y conocí a Ernesto. Esa nueva amistad me sirvió para compensar el lugar vacío que dejaba Jorge, apagar el hormigueo en el estómago. Sentí que con Ernesto no todo era ir hacia abajo y que yo ejercía en él alguna influencia positiva. Y aunque él también se vendía y la coca y las pastillas era su modo de subsistir, aun siendo mucho menor que Jorge se controlaba mucho más. 
Ernesto se inventaba historias, y en ese sentido me recordaba tanto a ti, madre, a los tiempos en casa, cuando éramos una familia y tú y yo pasábamos horas en el jardín, imaginando personajes y anécdotas que parecían verdaderas... Ernesto en sus mejores días me platicaba de viajes a Australia, a Europa, amigos que le hacían grandes favores y fiestas con gente importante; continuamente confundía los datos y no notaba que yo con facilidad me percataba de sus mentiras. En sus días malos, que no fueron tantos, lloraba y decía que sentía asco por lo que había hecho de su vida. Yo le decía que esa sensación pronto pasaría, que siempre pasa, pero de nada servía y él seguía pidiéndome algún consejo, quería que le dijera algún modo para no sentirse tan mal... Ahora prefiero recordar lo mejor de él, como nos piensa la gente que no nos conoce a profundidad. La verdad, madre, es que la mayoría nos deja de querer igual justo cuando se enteran de que no somos lo que esperaban, al ver que estamos hechos para le miseria y no quieren saber más de nosotros. Me alegro que tú jamás supieras de mí. No soportaría que me amaras menos...
Pero hablaba de Ernesto, no de eso.
Ernesto empezó a comprar más coca y a necesitar más dinero. Lo consiguió robando y vistiéndose de mujer para cobrar más. A veces lo detenían y me hablaba pidiéndome ayuda y no sé cómo yo conseguía su fianza. Cuando salíamos de la delegación, comíamos algo en la calle y hablábamos como si nada hubiese sucedido. La última vez me confesó que su madre lo había internado en un psiquiátrico porque había intentado suicidarse, pero todo había sido porque se inyectó y eso le provocó un bajón que no se repetiría, o eso me dijo; días después me llamó para contarme que se había unido a un grupo de apoyo y que estaba viviendo en casa de sus tíos los ricos, me dijo que había conocido a alguien que no era de la calle y que estaba más feliz que nunca. Ese fin de semana lo encontraron ahorcado en un baño de hotel. No se encontró ninguna nota ni supe nada más... Eso tampoco importa ya. Esa idea de buscar a su hermano para obtener respuestas y saber dónde quedaron los restos, era nada más para distraerme. Hay veces que lo único que se necesita es tiempo, alejarse de lo mismo de siempre y dejarse llevar. Sin Jorge ni Ernesto regresé a la desconcierto de siempre y que ahora me hace sentirme más solo que nunca. De no haber conocido a Búho estoy seguro de que habría muerto…
Recorrí las calles de Zona Rosa, repletas de puestos de comida chatarra, de travestidos, vagabundos, prostitutas, gente saliendo exhausta de su trabajo. Conozco bien el lugar. Demasiadas figuras de personas que pasaron por mi vida, de recuerdos que se mueven con lentitud en mi mente, tardes grises de suelo húmedo y brilloso, de autos pasando sobre los charcos sin detenerse, manejados por hombres que no ven a los que estamos en la lluvia. Fui a los callejones de la glorieta donde están los que inhalan pegamento. Saúl convive con ellos, sin embargo no estaba ahí. Sin dejar que el olor a excremento y coladera me hiciera mostrar asco, le a los niños que si lo habían visto, pero ninguno respondió, ni siquiera me escucharon. Tenían la mirada perdida y la mente en otro lado. Puse unas cuantas monedas en el suelo y me marché... Sé que no debería seguir vivo, madre, después de todo lo que me he equivocado, después de los excesos y de lo que he perdido. Sabías que no era tonto, que tenía potencial, pero que me abrumaba un dolor muy grande que se alimentaba por la historia que tú arrastrabas. Tal vez desde hace años enloquecí, como algunos que ahora podría mencionar, pero no quiero seguir divagando ni describir esos momentos que me hundieron todavía más.
Dejo de recordar y la realidad se presenta ante mí. Por tercera vez en el día me siento culpable. Fui a casa de Alex sabiendo que no me detendría. Al estar conmigo, él no pensó en cuidarse y yo no le dije nada. Las posibilidades de no contagiarse siempre existen. Todo podría haber sido un hecho aislado, podría pensar que alguien más lo había contagiado, como le pasa a tantos, pero cuando insistió en que lo abrazara, lo empujé y cayó. Me senté sobre él y me apuré a sujetarle las manos contra el suelo. No se veía molesto e incluso sonrió, como si todo se tratara de un juego. Lo solté y rió. Yo también. Entonces saqué la gubia que guardaba en el pantalón y la clave en su cuello. Él trató de moverse, pateó en el aire y dio un par de manotazos. Yo presioné para enterrar más profundo. Sus ojos me miraron sin entender, pero yo lo estaba salvando. No más intentos ni decepciones. No más sueños o encontrarse con las personas equivocadas en las largas horas que no terminan. No más noticias o sorpresas que enfrían las venas como un balde de hielos, escritas en un papel o dichas por alguien a quien no le importas. No más sombras aterradoras en las noches solitarias. Alex dejó de respirar y yo lo dejé ahí tumbado en medio de la sala para que lo encontrara alguno de sus familiares. Después de dejarle las monedas a los que inhalan cemento, vine a casa y me senté en las sillas de metal que están en el jardín seco y sin plantas, ahí donde te escuché por horas o te encontré alucinando de tanto tomar o me golpeaste hasta que ya no te lo permití. Al final el cáncer te consumió y entonces comenzó lo peor.
Saco el viejo revólver que te dejó tu padre y lo pongo sobre mi sien. Me pregunto si sería mejor que muriera o si permaneciera con vida. No habrá diferencia entre hoy y el día en que el virus ejecute su magistral sinfonía, como lo hizo con Jorge, sin embargo me detengo. Quiero pensar que debe haber algo en mí que valga la pena, algo que hayas dejado en mí para seguir y no dejar solo a Búho.
Siento que no hay nada dentro de mi cuerpo, el dolor del brazo aumenta y no reconozco mi propio cuerpo. Necesito ese estado de no-necesidad, ese instante en que tu mundo y el mío eran uno, donde la realidad no importaba... Madre, no debiste haber muerto, no antes de decirme por qué. Quiero estar contigo, regresar a tu lado y dejarlo todo, sin embargo no me queda más que sentir la culpa y mirar con alegría lo que algún día fue nuestro jardín.

4 comentarios:

Anónimo dijo...

Leo... Leo... te leo...

AHHHHHHHHHHH!!!

Sentí frío, y no el que proviene de la nevera de la ciudad...

Qué historia, gracias por compartir el escrito!

Anónimo dijo...

Me quedo impresionado.

Anónimo dijo...

Yo no sé por que dicen que escribas algo feliz, si la forma en que dialogas con tu madre es preciosa =japisad

Changos dijo...

No sé qué decir. Ojalá no abandones este blog como la mayoría de la gente hacemos (con los nuestros). Es muy chido leerte.

:)