Han pasado nueve años desde que falleciste,
madre. Alguien me dijo que después de cierto tiempo tu muerte debería estar
superada o si no mi cuerpo iba a empezar a deteriorarse. Supongo que el daño ya
comenzó, porque desde hace algunos meses me quedé sordo del oído izquierdo, la
dermatitis se extiende de mis párpados hasta mi frente, y últimamente tengo la
irracional idea de amputarme el brazo izquierdo, que no para de dolerme sin
ninguna explicación médica.
Hoy en la mañana salí de casa -nuestra antigua
casa- con la excusa de buscar a mi padre, tal vez movido por la culpa de
dejarlo solo este día, o tal vez porque quería
pasarlo con alguien. Como sea, no llegué con él. En el metro vi a un chico
que traía una camisa sin mangas, delgado, moreno, de rasgos finos, él me vio de
reojo y yo le sonreí. Al darse cuenta de que lo miraba volteó a otro lado, como
si le incomodara lo que hacía. Insistí en tratar de hacer algún contacto
silencioso, pero él siguió ignorándome, así que lo saludé y respondió algo
en voz baja que no alcancé a escuchar. Quería decirle algo más, cualquier cosa,
algo que llamara su atención, pero no se me ocurrió nada. Por segunda vez en el
día, me sentí culpable al darme cuenta de que esa era la misma estación en la
que conocí a Búho… Madre, si hubieras conocido a Búho estoy seguro de que
te hubiera agradado. Es una persona tan inteligente y madura y no tiene todo
eso que a ti te molestaba tanto de las otras personas.
El chico de la camisa sin mangas se mantuvo distante.
Bajó algunas estaciones después y yo lo seguí. En el andén le pregunté si
quería ir por un café. Estuvo a punto de rehusarse pero no lo dejé. Le hablé
con familiaridad y le dije que sería algo sencillo, para conversar y conocernos
y nada más para pasar el rato. Al fin sonrió un poco.
Alex, el nombre del adolescente con camisa
sin mangas era Alex. No hay manera de compararlo con Búho, en ningún sentido,
pero Búho no estaba en ese momento que tanto lo necesitaba. Y es que en estos
nueve años, madre, no me había afectado tanto tu partida. Bien sabes que el estado
de ánimo no se puede predecir y uno no puede estar preparado para las emociones
y los recuerdos que en cualquier momento se presentan sin que uno pueda
evitarlos. Desde temprano decidí detener la rabia que sentía y no podía expresar.
Estuve a punto de aventar contra la ventana el trozo de madera que tallaba.
Posiblemente hubiera sido lo mejor, tal vez hubiera confrontado todo esto que
niego, pero como siempre no lo hice. En lugar de eso dejé con cuidado el pedazo
de madera sobre el librero y guardé la gubia en mi pantalón… Con Alex no
platiqué nada fuera de lo común. Fue lo que esperaba. El monólogo que dicen los
más adolescentes, mentiras, un mayor apego de su parte hacía mí, entre más me
tomaba confianza y más cómodo se sentía, y una extraña compasión de mí parte
hacia él al escuchar lo que sin querer contaba o dejaba ver, cosas como la
manera en que su familia lo despreciaba, el odio que algunos vecinos
proyectaban en él y lo ingenuos que eran sus proyectos y sueños. Por alguna
razón, siempre me relaciono con los que mal les va. Sé detectarlos, y cuando
estoy cerca de alguno especial, algo sucede en mí que de inmediato me involucro.
Como con Jorge. Desde la primera vez que lo vi sonriente en medio de la calle,
con su semblante casi cadavérico, pero con un rostro tan dulce, supe que estaríamos
juntos hasta el final. A mí me era indiferente darme cuenta que el dinero que
él gastaba lo ganaba al irse con los hombres de las oficinas de los alrededores.
Jugábamos fútbol en el parque, recorríamos la ciudad, nos metíamos a edificios
abandonados a romper lo poco que todavía funcionara, y de vez en cuando algún
hombre mayor le pedía que subiera a su auto. Nunca me entrometí en sus
asuntos, sin embargo cuando me dejaba solo para irse a trabajar, sentía un
vacío que hormigueaba en mi estómago. Desde entonces nunca me gustó regresar
temprano a casa.
A Jorge lo dejé de ver por unos seis meses. No
recuerdo qué problema hubo entre nosotros, pero cuando de nuevo lo busqué en
casa de su hermana, ella, sin pensarlo demasiado, me dijo que había muerto un
par de semanas antes… De algún modo Jorge se las arregló para que nadie, ni
siquiera ella, se enterara de lo que tenía. Al final una enfermedad lo atacó y
se expandió rápidamente. Todo fue cuestión de días, dijo ella. El médico le dejó
saber que aunque la agonía fue dolorosa, a Jorge le preocupaba mucho que
nadie lo viera en esas condiciones… Al chico de la camisa sin mangas le conté
sobre Jorge. Imagino que lo hice tratando de alguna manera de prevenirle o
tratando de que aprendiera algo. No me escuchó, cambió el tema a algo más
simple y agradable y supuse que yo no tenía ninguna obligación de insistir.
Tomamos demasiado café, comimos un par de pastelillos, que yo pagué, y hablamos
hasta hartarnos. Cuando salimos de la cafetería me dijo que en su casa no
había nadie.
Para ir a casa de Alex, había que salir de la
ciudad. Su casa era una construcción sin acabados, de un solo piso, las calles
no tenían pavimento y tardamos más de cuarenta minutos en llegar. Cuando
entramos, él me miró el rostro con cuidado, analizándolo, como si buscara algo,
como si quisiera predecir mi reacción. Sonreí y él demostró emoción. Su
indiferencia de horas atrás había cambiado por una expresión similar a la de un
niño, y sus ojos tristes me miraban con brillo. Tocó la punta de mis dedos con
sus dedos y yo lo besé. Casi de inmediato me llevó a su habitación.
Mientras me vestía, Alex me apuntó su número
telefónico en un papel. Yo anoté el mío, fingiendo una falsa caballerosidad, se
había apagado el encanto y entre más lo escuchara hablar más me costaba
disimular el fastidio. Necesitaba marcharme, no oír más sobre él, no volver a
saber sobre él, pero entre más me alejaba más se obstinaba en acercarse. Me pidió
que lo abrazara y respondí que no lo haría. Volvió a insistir y perdí el
control. Salí de mis cabales y lo empujé con brusquedad. Creí que al estar a su
lado iba a dejar de sentir esta tristeza, olvidar tantos recuerdos que vienen a
mi mente, una y otra vez, tantas horas que compartí contigo, madre,
envolviéndome en ese universo tuyo de historias del que era cómplice, cada
noche rescatándote de tu inconsciencia y de día desconcertado por esos
impredecibles arranques de ira que sufrías y llevabas días tratando de dejar de
beber. Quería alejarme del dolor, de la pérdida, de la tristeza a la que me
sumí por cuidarte desde que era un niño, sin embargo todo eso es imposible de
borrar.
Salí deprisa de aquel lugar. El problema de agotar
recursos es que uno cada vez inventa maneras menos razonables o lógicas
para sobrellevar cada segundo… Salí de casa de Alex y fui hacia Zona Rosa para
buscar a Saúl. Él no es mi amigo y nunca lo conocí bien. Yo era amigo de su
hermano Ernesto. Ahora que me viene a la cabeza el rostro pálido y el
cuerpo débil y tembloroso de Ernesto, recuerdo la razón por la que dejé
de hablar con Jorge. Yo estaba cansado de esa rutina, donde cada tarde y noche ya
casi nunca eran para divertirnos sino de caos, vergüenza, cansancio,
incomodidad, cuando la conciencia apenas pone atención a lo que sucede. Me
alejé de él y conocí a Ernesto. Esa nueva amistad me sirvió para compensar
el lugar vacío que dejaba Jorge, apagar el hormigueo en el estómago. Sentí que
con Ernesto no todo era ir hacia abajo y que yo ejercía en él alguna
influencia positiva. Y aunque él también se vendía y la coca y las
pastillas era su modo de subsistir, aun siendo mucho menor que Jorge se
controlaba mucho más.
Ernesto se inventaba historias, y en ese
sentido me recordaba tanto a ti, madre, a los tiempos en casa, cuando éramos
una familia y tú y yo pasábamos horas en el jardín, imaginando personajes y
anécdotas que parecían verdaderas... Ernesto en sus mejores días me platicaba
de viajes a Australia, a Europa, amigos que le hacían grandes favores y fiestas
con gente importante; continuamente confundía los datos y no notaba que yo con
facilidad me percataba de sus mentiras. En sus días malos, que no fueron
tantos, lloraba y decía que sentía asco por lo que había hecho de su vida.
Yo le decía que esa sensación pronto pasaría, que siempre pasa, pero de nada servía
y él seguía pidiéndome algún consejo, quería que le dijera algún modo para no
sentirse tan mal... Ahora prefiero recordar lo mejor de él, como nos piensa la
gente que no nos conoce a profundidad. La verdad, madre, es que la mayoría
nos deja de querer igual justo cuando se enteran de que no somos lo que
esperaban, al ver que estamos hechos para le miseria y no quieren saber más de
nosotros. Me alegro que tú jamás supieras de mí. No soportaría que me amaras
menos...
Pero hablaba de Ernesto, no de eso.
Ernesto empezó a comprar más coca y a necesitar
más dinero. Lo consiguió robando y vistiéndose de mujer para cobrar más. A
veces lo detenían y me hablaba pidiéndome ayuda y no sé cómo yo conseguía
su fianza. Cuando salíamos de la delegación, comíamos algo en la calle
y hablábamos como si nada hubiese sucedido. La última vez me confesó que
su madre lo había internado en un psiquiátrico porque había intentado
suicidarse, pero todo había sido porque se inyectó y eso le provocó un bajón
que no se repetiría, o eso me dijo; días después me llamó para contarme que se
había unido a un grupo de apoyo y que estaba viviendo en casa de sus tíos los
ricos, me dijo que había conocido a alguien que no era de la calle y que estaba
más feliz que nunca. Ese fin de semana lo encontraron ahorcado en un baño
de hotel. No se encontró ninguna nota ni supe nada más... Eso tampoco importa
ya. Esa idea de buscar a su hermano para obtener respuestas y saber dónde quedaron
los restos, era nada más para distraerme. Hay veces que lo único que se
necesita es tiempo, alejarse de lo mismo de siempre y dejarse llevar. Sin Jorge
ni Ernesto regresé a la desconcierto de siempre y que ahora me hace sentirme
más solo que nunca. De no haber conocido a Búho estoy seguro de que habría
muerto…
Recorrí las calles de Zona Rosa, repletas de
puestos de comida chatarra, de travestidos, vagabundos, prostitutas, gente
saliendo exhausta de su trabajo. Conozco bien el lugar. Demasiadas figuras
de personas que pasaron por mi vida, de recuerdos que se mueven con
lentitud en mi mente, tardes grises de suelo húmedo y brilloso, de autos
pasando sobre los charcos sin detenerse, manejados por hombres que no ven a los
que estamos en la lluvia. Fui a los callejones de la glorieta donde están los
que inhalan pegamento. Saúl convive con ellos, sin embargo no estaba
ahí. Sin dejar que el olor a excremento y coladera me hiciera mostrar asco, le
a los niños que si lo habían visto, pero ninguno respondió, ni siquiera me
escucharon. Tenían la mirada perdida y la mente en otro lado. Puse unas cuantas
monedas en el suelo y me marché... Sé que no debería seguir vivo, madre,
después de todo lo que me he equivocado, después de los excesos y de lo que he
perdido. Sabías que no era tonto, que tenía potencial, pero que me abrumaba un
dolor muy grande que se alimentaba por la historia que tú arrastrabas. Tal vez desde
hace años enloquecí, como algunos que ahora podría mencionar, pero no quiero seguir
divagando ni describir esos momentos que me hundieron todavía más.
Dejo de recordar y la realidad se presenta ante
mí. Por tercera vez en el día me siento culpable. Fui a casa de Alex sabiendo
que no me detendría. Al estar conmigo, él no pensó en cuidarse y yo no le dije
nada. Las posibilidades de no contagiarse siempre existen. Todo podría haber
sido un hecho aislado, podría pensar que alguien más lo había contagiado, como le
pasa a tantos, pero cuando insistió en que lo abrazara, lo empujé y cayó. Me
senté sobre él y me apuré a sujetarle las manos contra el suelo. No se veía
molesto e incluso sonrió, como si todo se tratara de un juego. Lo solté y rió.
Yo también. Entonces saqué la gubia que guardaba en el pantalón y la clave en su
cuello. Él trató de moverse, pateó en el aire y dio un par de manotazos. Yo
presioné para enterrar más profundo. Sus ojos me miraron sin entender, pero yo
lo estaba salvando. No más intentos ni decepciones. No más sueños o encontrarse
con las personas equivocadas en las largas horas que no terminan. No más
noticias o sorpresas que enfrían las venas como un balde de hielos, escritas en
un papel o dichas por alguien a quien no le importas. No más sombras aterradoras
en las noches solitarias. Alex dejó de respirar y yo lo dejé ahí tumbado en
medio de la sala para que lo encontrara alguno de sus familiares. Después de
dejarle las monedas a los que inhalan cemento, vine a casa y me senté en las
sillas de metal que están en el jardín seco y sin plantas, ahí donde te escuché
por horas o te encontré alucinando de tanto tomar o me golpeaste hasta que ya
no te lo permití. Al final el cáncer te consumió y entonces comenzó lo peor.
Saco el viejo revólver que te dejó tu padre y lo
pongo sobre mi sien. Me pregunto si sería mejor que muriera o si permaneciera
con vida. No habrá diferencia entre hoy y el día en que el virus ejecute su magistral
sinfonía, como lo hizo con Jorge, sin embargo me detengo. Quiero pensar que debe
haber algo en mí que valga la pena, algo que hayas dejado en mí para seguir y
no dejar solo a Búho.
Siento que no hay nada dentro de mi cuerpo, el
dolor del brazo aumenta y no reconozco mi propio cuerpo. Necesito ese estado de
no-necesidad, ese instante en que tu mundo y el mío eran uno, donde la realidad
no importaba... Madre, no debiste haber muerto, no antes de decirme por qué. Quiero
estar contigo, regresar a tu lado y dejarlo todo, sin embargo no me queda más
que sentir la culpa y mirar con alegría lo que algún día fue nuestro jardín.